En el Auditorio, quedé con ganas de más «Malambo», de Ginastera, donde Lockington dirigió a taconazos el «perpetuum mobile» (lo excitaba el xilófono de Rafa Casanova), y con ganas de alguna propina de su esposa, Dylana Jenson, que fuera prodigio de violín y carne de cañón. Dylana, a los 2 años de edad, empezó a tocar muy bien y enseguida empezaron a tocarla muy mal; de jovencita acarició un Guarneri del Gesù, a sus 20 se lo arrebataron y, mutilada de los brazos y del alma, desapareció de la escena durante dos décadas sin esperanza. La que escuchamos el viernes era la recompuesta, como esas balsas que se arman con los restos del naufragio; pero no estaba ella para propinas. A la salida, junto a la escultura de Herminio, vendía su «Live!», su resurrección en el Carnegie Hall; entonces, fui yo quien le dejó propina, y hoy este billete.