A lo largo de mi vida profesional he escrito en contra y a favor de don Fernando Rubio. Ahora me quedo sin argumentos para hablar de don Fernando, de quien yo dije en cierta ocasión que moriría con las botas puestas. Me quedo sin argumentos acaso porque me lacera el dolor de perder a un entrañable amigo. Me distinguió siempre con su afecto y me lo demostró además.

Y eso que hace 51 años, cuando don Fernando entró a dirigir la parroquia de San Juan, con ideas nuevas en lo referente a las necesidades materiales y su dotación, me alarmé, y así lo dije sin comedimiento, porque me pareció que resucitaba los antiguos e injustos diezmos y primicias para una cooperativa parroquial.

Al paso del tiempo, don Fernando sacó adelante su proyecto, verdaderamente solidario y, por ende, comunitario. Entonces era yo feligrés de la parroquia y tuve íntimamente que reconocer mi error al atacar el proyecto. Proyecto eficaz porque ha sido y es la casa de todos, la casa de todos y para todo -espiritual o material- en la calle de Fray Ceferino. Punto de encuentro en el tardofranquismo y durante la transición cuando la cultura y las ideas se abrían en todas las direcciones.

Pues bien, don Fernando no me miró nunca por encima del hombro: «Te has equivocado, muchacho», sino que tenía el corazón a flor de piel en eso de ejercer viva la caridad.

Una vez en esa etapa de libertad pude debatir con otros sobre una película polémica entonces y hoy: «Jesucristo Superstar». Y comprobé la satisfacción de don Fernando por esa transición cultural. Don Fernando no me reprochó nunca mis críticas pretéritas.

Andando el tiempo, he sido un admirador fiel de este párroco que si no ha muerto con las botas puestas, poco ha faltado porque no se quiso jubilar, quiso ser párroco de San Juan el Real y ser el padre espiritual de sus feligreses hasta que el cuerpo le derrumbó en cama. En 51 años como párroco se hizo acreedor del cariño de los competentes colaboradores de que supo rodearse. A los menesterosos transeúntes que llamaban a su puerta para dejar avío les dejaba las llaves de su casa. Me pareció que merecía ser hijo adoptivo de Oviedo, lo escribí y le faltó tiempo al Alcalde para concederle ese honor.

Don Fernando está ya en el Cielo por su ejemplar vida espiritual, por la adopción redentora del Todopoderoso y por 51 años dando el callo en su parroquia, con la misma sonrisa, con el señalado afecto que le caracterizaba.