No sé si las generaciones jóvenes saben que hace 50 años hubo un Papa, Juan XXIII, de rasgos campesinos, un poco gordo, sencillo, bonachón, pero santo como el pan y el agua, que se atrevió a rejuvenecer la Iglesia, que es lo mismo que decir que convocar un concilio. Los periódicos de aquel octubre de 1962 recogían la inquietud de los obispos, de los sacerdotes y de la gente corriente: todos anhelaban una Iglesia cercana al hombre de estos tiempos, rejuvenecida, digna de aquellos primeros cristianos que se dejaban guiar por el espíritu.

Tal día como ayer, hace 50 años, el Concilio Vaticano II celebró sus bodas de oro. Quiso ser una aventura espiritual y pastoral, una de esas aventuras que sólo se pueden describir con la palabra «gracia». Y nos trajo muchas cosas, pero yo quiero señalar dos que me parecen significativas: acabó con el divorcio entre la Iglesia y el mundo moderno. Y la segunda, que se podía ser santo sin traicionar al mundo donde uno vive. Con el Vaticano II la Iglesia dejaba aquella idea de «sociedad perfecta» para ser una Iglesia de «comunión». Ahora los «gozos, los dolores y las esperanzas» del mundo iban a ser también los de la Iglesia.

¿Qué ha quedado de todo aquello? Puede que aquella hoguera se haya quedado en rescoldo, que todos hayamos envejecido un poco, que no vivamos «horas altas», en los momentos actuales. Pero no puedo menos que preguntarme qué hemos hecho de aquel tesoro de gracia de hace 50 años. Tampoco quiero olvidarme de Pablo VI, mártir de su misión apostólica, al que tachaban de hombre triste, pero más bien era un hombre lleno de interrogantes, como todo hombre moderno. A él le toco mitigar las tensiones dentro del Concilio y sacar adelante el Posconcilio. Juan y Pablo, cada uno a su manera, intentaron que la Iglesia abriera las ventanas y que dialogara con ese mundo complejo que se avecinaba.