Confieso que nunca había asistido a una representación de «Lucia di Lammermoor», pero mi fortuna cayó en sábado, 20 de octubre, en el teatro Campoamor. Y no puedo menos, al escribir estas líneas, que evocar al genial director de la orquesta responsable, el florentino Marzio Conti; le pediría a su batuta unos cuantos acordes festivos para sellar este comentario, que además lo glorifica. Desde mi privilegiado ángulo de observación pude verlo dirigir a todos, músicos, cantantes y coro, reparar en qué pasión ponía en su trabajo, cómo cantaba, incluso, al conocer el libreto al completo. Inmerso en las sombras del foso, vivía, amaba la ópera sin recato. Allí abajo había un crack, un artista total. En realidad, para mí, esta «Lucia» tiene un marcado acento masculino.

Desde el titular de la escenografía, Enrique Bordolini, para él el primer «¡bravo!» por su sensacional trabajo. Qué hermosura de diseño, grandioso en su simplicidad. Le iba a la zaga, haciendo aún más admirable la labor de Bordolini, Eduardo Bravo, responsable de iluminación, a él no le concedemos un «¡bravo!» porque ya lo lleva puesto en su DNI, pero cierto es que entre uno y otro consiguieron instantes de una belleza plástica integral. Emilio Sagi, director de escena, se comportó como quien es, no como un gitano legítimo, en el decir de Lorca, sino como un genio de la escena; todo lo hizo amable, ágil, seductor y envolvente. Le daría un honoris causa, a elegir. Por cierto, la de Oviedo es su Universidad.

Es preceptivo hablar primero de «Lucia», Mariola Cantarero. Estupenda, de técnica y de registros. Es soprano de boca pequeña, lo que suele garantizar una exquisita matización de los pianos. Tuvo momentos brillantísimos, aunque sin duda es mucho mejor cantante que actriz. Su papel es largo, difícil, exigente, y lo resolvió con cuidadosa entrega.

Bien, ya he conseguido mi propia venia para referirme a ellos, «los boys de Lucia» o «the Lucia's boys». ¡Qué tíos! Inauguró los asombros el malvado Enrico Ashton, encarnado por el barítono Dalibor Jenis. Una voz sensacional, redonda y plena, potente, de amplia escala, lo invadía todo. Mientras tanto, andaba por allí un cura, el confesor y consejero Raimondo Bidebent, del que cabía pensar que poco pintaba en cuestiones de bel canto, ay, amigo, pero abrió la boca, la boca de bajo de Simón Orfila, y crujieron las cerraduras del sarcófago de Gaetano Donizetti, «escucha, maestro», dijeron. Ah, pero aún faltaba lo mejor, Arturo Chacón-Cruz, tenor, en el papel de Edgardo. Ocurre que en las primeras escenas de «Lucia de Lammermoor» Edgardo tiene intervenciones muy breves, no hila un aria completa y nos quedó aquel leve regusto a excelencia que no pudimos saborear hasta el estallido del drama. Pocas veces se puede admirar una voz tan despegada de su cuerpo, ni una sola adherencia. Era la voz de su espíritu, liberado de la carne. Qué tenor tan extraordinario. En realidad, creo que esta vez el maestro Donizetti volvió para reencarnarse en el director Marzio Conti, que estaba en un trance, y se iba, se iba por los ensueños de aquella música, de aquella voz.

Escenas sublimes, muchas. El solo de arpa que acompaña el diálogo de «Lucia» y «Alisa»: el que da final al segundo acto, todos de pie en medio de la escena, cantando su historia correspondiente. El coro, con todas las damas vestidas de rojo, en el salón de recepciones. El baile de máscaras. La flauta que hace la segunda voz al aria de la locura. El presidente, Jaime Martínez, alma de todo, en la sombra...