Las ciudades, como cualquier ser vivo, respiran, crecen, se asfixian, ensanchan; languidecen por zonas, resplandecen en otras o fenecen por barrios. Siempre mutan a capricho, voluntad e intención de sus habitantes. Oviedo no es una excepción y su configuración actual es consecuencia de un estilo de vida a través de los siglos que jamás fue fiel a directrices rígidas y se transfiguró de acuerdo con las necesidades del momento. Por ello me hacen gracia las definiciones categóricas de que la capital es un lugar de servicios en el que no tiene cabida el sector industrial. Craso error que desmiente la historia.

Según el censo de 1887, el casco urbano de la capital tenía una población de hecho de 18.614 habitantes y en la totalidad del concejo vivían 42.633. Pues en aquella época existían las siguientes empresas: Fábricas de Armas de Oviedo y Trubia; solamente en la primera trabajaban más de quinientos operarios. La Amistad, fábrica de fundición y construcción establecida en 1856, situada primero entre las calles Uría, Milicias y Pelayo y más tarde en la calle de Nueve de Mayo, disponía de talleres de fundición, ajuste y fraguas. Producía toda clase de obras de hierro y bronce para construcciones urbanas y máquinas; empleaba a más de cien obreros. En el paseo de Santa Clara se encontraba la Fábrica de Fundición de Bertrand, fundada en 1860; disponía de un taller de fundición de hierro, con un solo cubilote, con el que fundían piezas de gran peso y herraje para la construcción, material para las minas de carbón, motores hidráulicos, maquinaria agrícola, molinos, hornos, etcétera. Laboraban alrededor de ochenta obreros. A estas industrias debemos añadir la Fábrica del Gas, en la calle del Paraíso; una fábrica de yeso, de curtidos, hornos y panaderías, varias tejeras, fábricas de cerillas, chocolate, pólvora, cera, jabón, salazón, corchos, cal, carruajes. Entre todas florecían oficios de todas clases: broncistas, caldereros, cerrajeros, confiteros, cordoneros, chocolateros, doradores, ebanistas, encuadernadores, fotógrafos, grabadores, guanteros, guarnicioneros, herradores, herreros, marmolistas, hojalateros, plateros, peluqueros, pintores, relojeros, sombrereros, tapiceros, tintoreros, torneros...

Desde esta perspectiva queda claro que Oviedo ha evolucionado con parsimonia hasta convertirse en un centro de servicios. Tendencia que, si la ciudadanía quiere, se puede reconsiderar. Es más, los que todavía creemos en un futuro floreciente pensamos que la regeneración del tejido industrial es indispensable y que, además, actuaría como correa de transmisión creando riqueza en Asturias.

Hace días, en estas páginas, decía lo siguiente: «Capitalizar el solar del monasterio de la Vega para servicio de la ciudad es obligado por el bien de todos. Eso sí, hay que hacerlo con tranquilidad y sosiego, si es necesario mantener el recinto cerrado durante unos años, hágase así». A la vista de propuestas y soluciones que los expertos recomiendan, todas respetables, no puedo más que reiterar mi consejo. «La Vega como espectáculo» es la tendencia principal. Proseguimos con los tics pasados de moda, repetitivos hasta la saciedad de cuando nos creíamos ricos y poderosos. Más de lo mismo: sendas verdes, carril bici, centros de interpretación, parques temáticos, museo de la ciudad, del ejército, de las armas; recinto ferial, visitas guiadas y la música en Pravia. Proyectos irreales a todas luces, más en época de vacas flacas, porque ninguno de ellos destila un contenido atractivo y sostenible. Continúan siendo experimentos manidos que, sin ánimo de ofender, no llegan ni a ocurrencias.

«La Vega como especulación», aunque no creo que este caso se dé, podría ser mucho peor que como espectáculo. Claro que cuando lo que comienza por un solar de 120.000 metros cuadrados se amplía con los terrenos del Cristo, 220.000 más, se añade la construcción de un bulevar o, en su defecto, soterrar el tráfico y crear una losa a la altura de la iglesia de San Julián de los Prados para protegerla, se convierte en un proyecto alucinante, de tantos millones de presupuesto que marea. Sin duda, a pesar de la crisis, atraerá a los tiburones de la especulación, a los especialistas del pelotazo. De hecho, ya se habla de la construcción de pisos y demás complementos para que el monstruo se retroalimente. Aquí sí que las autoridades tendrán que estar ojo avizor.

Bien está el comité de sabios siempre que sus componentes no tengan ninguna relación con los partidos políticos, más que nada para evitar suspicacias, ya saben lo que, según el CIS, opinan los españoles sobre ellos. Siempre que su estudio no sea vinculante deberán aportar ideas sobre qué se va a hacer; el cómo y el cuándo se determinarán a su debido tiempo. Ni el Gobierno central, ni el autonómico, ni el ayuntamiento están para tirar cohetes en cuanto a presupuesto. Estamos ante un proyecto estrella que puede cambiar la ciudad; precisamente por ello sentémonos a meditar. La iglesia de Santullano ha de ser la gran beneficiada. Es urgente la recuperación integral de edificio, pinturas y entorno, aunque no tanto como para hacerlo a la trágala. Estamos obligados a proteger su futuro de una vez para siempre.

No sé si estamos construyendo castillos de papel o estamos inmersos en un nuevo cuento de la lechera, porque mientras el Ministerio de Defensa no entregue el terreno todo son especulaciones. Aquí sí que el Ayuntamiento ovetense tiene que echar el resto y tenerlo todo atado y bien atado. A partir de ahí podremos empezar a buscar empresas punteras, las más sobresalientes en investigación y desarrollo, y buscarles acomodo en los terrenos del antiguo monasterio de la Vega. Sin ellas nos jugamos el futuro de la región.