Javier NEIRA

La procesión de la Soledad contó ayer con un día luminoso a la salida de San Isidoro, a las diez de la mañana. Aun así, el párroco José Luis Alonso Tuñón llevaba una esmerada capa pluvial del siglo XVIII. Una hora después, en la calle Santa Cruz, a la altura de la Presidencia del Gobierno del Principado, empezó a orpinar. Se salvaron de milagro.

Formaron, tras la cruz de guía, un grupo de treinta niños y niñas; detrás, cincuenta nazarenos, unas treinta damas, con la preceptiva peineta y mantilla, y el paso, llevado a hombros por veinticuatro braceros, escoltados por una escuadra de Bomberos.

Tradicionalmente la Soledad hace el mismo recorrido, un día después, que el Santo Entierro. La imagen de la Virgen es la misma. El Santo Entierro, el pasado viernes, no se pudo celebrar a causa de la intensa lluvia, así que en la mañana de ayer se vivió, de alguna manera, un gozoso desquite.

En todo caso, la tarde del Viernes Santo contó en la Catedral con toda la solemnidad de los oficios. Presidió el arzobispo Jesús Sanz, sin el báculo y el anillo -y con el hábito franciscano- para remarcar la extrema austeridad de la cita. Horas antes, en la propia basílica y en otros templos de la ciudad, muchos fieles cumplieron con la piadosa tradición de la visita a siete monumentos, denominación que reciben los altares, especialmente preparados para la ocasión, donde se reserva el Santísimo desde la tarde del Jueves Santo. En el caso de la Catedral, se instaló, como suele ser habitual, en la capilla del Rey Casto.

En los oficios del viernes Jesús Sanz bendijo el agua y el fuego y animó a participar en la colecta del día, orientada al Santo Sepulcro. Los franciscanos lo custodian desde hace 800 años. El arzobispo dio la bendición con el Santo Sudario mientras la «Schola Cantorum», dirigida por Leoncio Diéguez, cantó el tradicional «Miserere».

En la mañana de ayer Jesús Sanz presidió en la capilla de Santa Bárbara el último día del triduo. Por la noche se celebró la vigilia pascual.