Todo empezó el 20 de julio del 36, cuando el hermano Vall abrió la puerta y se encontró con un hombre que le apuntaba con un fusil a la cara. El hombre iba vestido con un mono azul, una boina roja y unas alpargatas corrientes de esparto. Y lo único que quería era «coger» a los enemigos del pueblo. Al hermano Vall le dolieron las palabras del miliciano y la violencia que llevaba en los ojos.

Impresionante la historia de estos 51 claretianos mártires que cuenta Pablo Moreno en su película «Un Dios prohibido». Es la historia de una encerrona en la que no queda otra alternativa que estirar el alma o enloquecer. Y estos claretianos estiraron su alma con la comunión diaria, que traían en el cesto del desayuno. Y con unos pequeños palitos que se inventaron para rezar el rosario, sin hacer ruido, porque Dios estaba prohibido. Y cuando superaron el desconcierto que trae la muerte, se despidieron con pequeñas notas en las paredes, en el taburete del piano y en el piso de madera donde estaban prisioneros.

Los mártires siempre alargan su sombra bienhechora a los que venimos detrás. Están ahí para recordarnos que el hombre no debe ser «lobo para el hombre», sino hermano. Y aunque dan la vida, nunca son derrotados porque dejan el perdón en el alma de sus verdugos, igual que el sol camina dando fuerza a los árboles.