Muchas veces vi acercarse el tren Vasco desde La Manjoya, imperioso, lanzando la máquina, negra y zumbona, humos de vapor, fugaces como voladores; con menos fuelle ya cerca de La Pedrera, y como el Ratoncito Pérez cuando entraba en el túnel de San Lázaro, que no era túnel sino una alcantarilla. Muchas veces, para acercarme a la vía, salté tapiales de prado y pisé sebes, en las que rocé ortigas y espanté avispas que a mí venían a picar, mirándome y viéndome flor. Lo que fueron prados hoy son buildings, grandes buildings, que los levantaron los del "acabose" inmobiliario, ya acabados.

Ya debería tocar subir al tren, pero no sé, no sé; no sé si será hoy u otro día, que ya se verá al final. La subida al tren y el viaje fueron a causa de una excursión escolar al monte de La Magdalena, el que está delante del Aramo. La Magdalena, "monte sagrado", siempre fue más de los carbayones que del resto de astures -los de Gijón siempre prefirieron tirarse al mar, mojándose todo, todo, incluso la parte más animal de su autonomía (el culu moyáu), con U de dativo latino (para dare).

A propósito de los dativos, se me ocurre un lema, turístico, que a ver si aprenden los de las nuevas profesiones, esos creativos, organizadores de eventos, gestores de suelos y de bajos vuelos: "Gijón, ciudad de dativos; Oviedo, ciudad de genitivos y Cangas del Narcea, por los muchos ruidos y bocazas, villa de vocativos". Pero centrémonos y volvamos a lo nuestro, a la entrada de la estación, que esta escritura, alegre, es propensa a los enredos como los de los cerezales dulces y a algún que otro carajal, de fruto amargo.

Comprenderá el lector/lectora la emoción que -como se dice ahora, en tiempo de tantos embargos y embragues- embargaba al viajero, que, por primera vez, iba a subir al Vasco, que tanto miró. Una emoción más sentida que la de London al subirse al "Orient Express", años después, con destino a Constantinopla, para terminar comiendo hojaldres calientes, exquisitos, en un Cuerno de Oro.

Antes de bajar a la profunda sima -que eso era el andén del Vasco en Oviedo desde la calle Jovellanos- los viajeros, aún no mozos y siempre en fila como la de los indios, se reunieron delante de la estación, en la calle Jovellanos, teniendo a la vista el comercio de instrumentos musicales "Sucesora de Víctor Sáenz", pegante a la confitería de Camilo "y" Blas (siempre del 2x1), surtida de imponentes tarros de cristal con melocotones en almíbar, que curaron sarampiones y escarlatinas. Digamos que Camilo "y" Blas, en Oviedo, siempre fue, además de confitería, una botica.

Aclaro con precipitación y precipicio, en un único punto y aparte, que aquel Jovellanos nada tuvo que ver con Jovellanos XXI, tan de actualidad, en el que pretendieron edificar un Beverly Hills de Hollywood o una Torre de Babel mesopotámica. El color resultó marrón, como el papel de estraza marrón, envoltorio de barajas, barajas de oros y espadas.

No obstante la emoción, miraba con hosco semblante a la "Sucesora de Víctor Sáenz", a la tienda, no a Pilarina, que era la sucesora, ni a Paquita, que era la factora mercantil; ambas ninfas y "mujeres que eran un cielo" como decían las cursis del british Club de Tenis. Y qué de panderetas vendían las ninfas en una ciudad, Oviedo, de tan poca pandereta, aunque de bastantes panderos. La historia fue que por Reyes me regalaron una bandurria, que nunca quise -aquí a mi lado la tengo y llamo la malquerida-, y no un laúd que siempre quise y nunca tuve ¡Menos mal -exclamo hoy- que tales contrariedades me ocurrieron con instrumentos de cuerdas y no con el otro, también de cuerdas y de vientos, de vez en cuando! Bandurria canija y grillera, de mucho gri-grí, y laúd poderoso y más ronco que los grillos. Y en este momento preciso "saco" del olvido a un personaje importante de la música, la menor, de aquel Oviedo: don Jesús González López.

El bueno de don Jesús fue mi profesor en la orquestina o rondalla (y un entre paréntesis importante: lo que seguirá trata de que con la descripción el lector o lectora vea sin interferencias la película de los hechos, sin el mínimo deseo de indelicadeza hacia una persona ausente que aprecié). Don Jesús -digo- siempre con el pelo cortado al cero, era de cabeza redonda como una O, sin cuello, con gafas de gruesa montura y con orejas como abanicos; también era ancho de espaldas, con barriga de Buda, y con unas piernas cortas, delgadas como alambres en arco.

Para impartir las lecciones, primero subía a una tarima, luego subía a una banqueta -un auténtico músico de aúpa-, y desde allí, cerca del crucifijo áulico y del retrato del Beato Marcelino, dirigía con su laúd a la orquestina. En la primera fila estábamos Pepín González y su laúd, el hijo de Pepe Ge., de Turón y de la Caja de Ahorros, y yo con mi bandurria, que aburrido como ostra, le daba con fuerza a la púa triangular rompiendo las cuerdas. En la última fila estaban los preferidos de don Jesús, los veteranos Pedro Cid Viña y Félix García Díaz, éstos guitarristas.

Desde mi bajura, veía la imponente figura de don Jesús, allá en lo alto, y siendo el escribiente muy entendido en Historia Sagrada desde la cuna -ahora de eso los niños nada saben nada, que es básico para Ciencias y Letras-, miraba a don Jesús y dudaba: ¿será un nuevo Jonás, recién salido del vientre de la ballena, camino de Nínive, o será Melchisédech, rey de Shalem, el amigo de Abraham?

Aunque siempre fui músico de orquestina, lo que quería era tocar la marcha triunfal del caballero "Tannhäuser", que me excitaba tanto; pues nada, nada, ni hubo manera ni forma. A lo más que llegué fue a poner músicas al himno del Auseva, que empezaba con un Allegreto "Auseva faro de gloria, Auseva cuna de historia" y que terminaba con un Lento, muy lento: "El Coléeegio, mi páaaatria, mi féee, mi ilusiooón" -¡Jolín, y me entero ahora, lo que me perdí!-. Y que conste que dimos conciertos en sitios de postín, como en el Casino de Trubia, que nos invitaron a Cola Cao y a galletas María. ¡Manda huevos!

El director de la orquestina era el hermano marista Fabián Alonso Clemente, el cual tenía un rasgo sorprendente: era natural de un pueblo del páramo leonés, no obstante ello, era rubio como son los rubios de verdad, sin teñidos, sin pelos rojos ni azafranado. Cuando años después me explicaron la repoblación de las tierras leonesas por los astures -la presura, según don Ignacio de la Concha- siempre añadí: "Y por teutones merovingios". Confieso que de los merovingios no sé nada, nada, pero esa palabra siempre me gustó, y tanto que si tuviera otro hijo le llamaría Merovingio, don Merovingio Aznárez, que suena como un laúd, no como el sobrino "bandurrio" del Marqués de la Rodriga, que se llamó Julián, que fue de mucha caña por Cañedo y muy largo por Longoria. Y, para el colmo, fue torero, el torero de la calle Campomanes, la mía. Cañedo, Caunedo, Caunedo y Cañedo, torerazos.

Lo de la repoblación del páramo leonés, me lo enseñaron con lo de la "Monarquía Asturiana", que tanto interesa a historiadores, a románticas y a fabuladores; y también a los vetustos del RIDEA, que, por ser más de dos, no llamo "Duo-Dinámico". Y además al canónigo Hevia Ballina -"¡ppppsssss, venga aquí, no se me escape, que no hay manera de sacarle los colores, pues siempre los tiene fuera?!".

Es que el buen canónigo con líos de archivos y yo compartimos muchas cosas: a ambos nos gusta Villaviciosa; tenemos ambos canonjías de fe, que la suya, por ser de catedral, es "como Dios manda" y que la mía, por ser pública, es "como el diablo manda". A propósito, esto de fedatario público me está creando problemas, pues por ser eso resulta que soy escriba y publicano, o sea, lo peor de lo peor según el Santo Evangelio (si fuera mujer fedataria, sería, a buen seguro, la adúltera, la de las pedradas de hipócritas, ¡ufff, ufff, qué de hipócritas, ayer y hoy!). Y, por último, comparto con el reverendo Hevia Ballina el mismo periódico, si bien él se ubica o lo ubican en la parte trasera y yo en la delantera del periódico, del periódico.

Llegados aquí, ya sabemos que hoy no subimos al tren, que ya lo perdimos y marchó. Lo cogeremos, sin dudarlo, próximamente, que lo dedicaremos al Vasco, al tren y sólo al tren, tan de Oviedo. Un aviso: el destino último será un apeadero, muy cerca de La Magdalena; haremos parada antes en Fuso, en Fuso de la Reina, de interés por ser estación de trasbordos.