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Crítica

Vacaciones en el mar

Vacaciones en el mar

En la ópera, como en casi todo en esta vida, hay modas, tendencias y axiomas supuestamente inalterables que el paso del tiempo va cambiando. Durante una larga temporada a "Don Pasquale", de Donizetti, se le colgó el sambenito de ser un título menor, una especie de canto del cisne del género bufo sin mayores pretensiones, que ya cerca de la mitad del siglo XIX se podía ver, en su contexto, como una antigualla de otra época.

En los últimos años, maestros como Riccardo Muti han defendido de forma vigorosa y vehemente la obra y un acercamiento a la misma con mayores parámetros de calidad ha permitido a buena parte del público redescubrir un título que es algo más que una ópera bufa. Aunque mantiene los arquetipos estilísticos clásicos, va más allá y consigue dar un salto hacia la comedia burguesa que se percibe no sólo en la eficiencia dramatúrgica de un libreto en el que el propio Donizetti tuvo arte y parte, sino también en una partitura muy rica que transita con tremenda naturalidad entre una chispeante veta que bebe en la estirpe de Rossini hasta otros pasajes de carácter lírico o melancólico que llevan a contrastes muy hermosos, pero entre los que apenas hay transición y que ya apuntan a nuevas vías creativas. Esta característica hace muy difícil conseguir una buena interpretación de lo que aparentemente es fácil. El soporte musical, en un discurso tan ambivalente, es clave para conseguir que el conjunto se eleve más allá de la medianía, que, por otra parte, es la nota dominante cuando sube a escena el título. De ahí que adquiera especial relevancia el trabajo de Marzio Conti al frente de Oviedo Filarmonía. Balanceó al detalle el titular de la orquesta la "gioia" rossiniana que anida en la partitura de Donizetti con los pasajes de mayor impronta romántica y lo hizo sacando partido a la orquesta y a los intérpretes, que llevó en volandas en una lectura juiciosa, vibrante y de hondos ribetes expresivos. Espectacular la policromía musical que consiguió, a base de crescendos de esmaltado perfil, en una búsqueda del contraste especialmente feliz y matices especialmente suculentos y briosos. Todo un festín del que se beneficiaron tanto el elenco como el coro, contando, además, con una concertación foso-escena precisa y segura. Es su segundo Donizetti en la temporada del Campoamor y vuelve a demostrar Conti que conoce muy bien las entretelas y las enormes posibilidades del compositor de Bérgamo.

La producción, que procede de la Ópera de Las Palmas, ciudad en la que fue premiada, está firmada por Curro Carreres. El director de escena murciano lleva muchos años vinculado a nuestra ciudad. Ha realizado numerosas asistencias, especialmente de trabajos de Emilio Sagi, y es uno de los profesionales españoles del mundo de la lírica ya asentados en los circuitos y con prestigio ascendente. Era su debut a lo grande en la Temporada y cumplió con creces las expectativas generadas. Hay en su acercamiento a la obra una pauta de partida esencial para apreciar la calidad de su trabajo. En ningún momento se deja llevar por el uso y abuso de los gags, algo muy socorrido en este repertorio y que resuelve muchas papeletas, sobre todo cuando lo que faltan son ideas. Aquí ese concepto está muy controlado y lleva a que la comicidad que emana de la partitura y del libreto brote de forma natural, sin forzar. Se agradece ese tono de comedia romántica, de aquellos grandes filmes del Hollywood de los años treinta y cuarenta del pasado siglo. La acción transcurre en un crucero y esto aun es más evocativo en el guiño cinematográfico al musical -de hecho, por esa línea discurren las coreografías de Antonio Perea- o en la búsqueda del glamour de una época ya perdida que también se deja ver en el vestuario de Silvia García-Bravo. La traslación temporal funciona muy bien, le da un toque de sofisticación a la trama, y Carreres, buen discípulo de Sagi, mueve muy bien a los personajes principales y también al coro en sus breves y significativas intervenciones -por cierto, hay que destacar la rotunda ovación que se llevó la agrupación, justa recompensa a un trabajo certero y ponderado-. Ese tono de alta comedia que imprime el director de escena convence también por un desarrollo dramático ágil, lleno de detalles sutiles, muy bien encauzado en la recreación de las diferentes atmósferas, a lo que ayuda la sencilla y tan eficaz escenografía de Esmeralda Díaz y el espectacular diseño de iluminación de Eduardo Bravo, una garantía excepcional para cualquier puesta en escena.

El éxito final fue importante y por varios factores; el primero de ellos, el lujo absoluto de poder contar con quien es uno de los don Pasquale de mayor relieve a nivel mundial, el bajo barítono español Carlos Chausson, pletórico en su retorno al Campoamor. Con Chausson estamos ante un cantante que aporta una seguridad y un dominio a sus actuaciones que apabullan. Es dueño y señor de cada registro dramático y vocal, mantiene su voz con una frescura total y su canto, bello, sereno y siempre con mordiente dramática, impresiona. Además, este perfil de papeles cómicos los hace suyos con tal poder de convicción que cuando está en escena concita la atención de inmediato. Es una estrella y su actuación estuvo a la altura de lo que se puede esperar en un artista de su nivel: perfección desde cualquier punto de vista, ante la que queda la admiración hacia un intérprete esplendoroso. Ante su presencia pudiera pensarse que el resto del elenco no tuviese capacidad para brillar. Todo lo contrario. La soprano asturiana Beatriz Díaz, en su debut como Norina, volvió a dejar claro que es una de las cantantes españolas de su generación de mayor interés y relevancia. Resolvió el personaje de forma desenvuelta, picardiosa y pizpireta, como procede, y dejó claro que vocalmente está atravesando un sensacional momento de forma. Siempre presente en primera línea, exhibió bello timbre, fraseo preciso y una hermosa línea de canto que también brilló en los dúos con José Luis Sola, que, por enfermedad del inicialmente previsto -y que llegó a iniciar los ensayos en Oviedo- Antonio Gandía, tuvo que hacerse cargo del rol en el último momento. Sola está confirmando, con un trabajo serio y pausado, que es una de las voces a tener en cuenta en este repertorio. Su Ernesto tuvo calidad vocal, expresividad y una musicalidad en muchos momentos exquisita. Bruno Taddia llevó a su terreno al doctor Malatesta, con una actuación convincente, aunque un tanto en segundo plano desde el punto de vista vocal, con una emisión opaca e inestable. Pese a ello, se aprecia que conoce el personaje y es capaz de sacar a la luz sus múltiples aristas como sumo hacedor del engaño y la burla. Bien Bruno Prieto como el notario Carlotto -¡pobres notarios, siempre tan vilipendiados por los dramaturgos ya desde el Barroco!, da qué pensar este trato- y Carlos Enrique Casero, que interpretó un mayordomo en la línea del cine mudo, todo él gestualidad.

Merece la pena, en estos tiempos de desazón y crisis, acercarse a lo largo de la semana al Campoamor para presenciar este regreso del "Don Pasquale" donizettiano después de más de veinte años de ausencia. Quedan cuatro funciones y la del viernes, con segundo reparto, a precios populares, iniciativa ésta oportuna y que pone el género al alcance de todos los bolsillos. Estén seguros de que van a pasar una velada agradable y que saldrán del teatro con una dosis reforzada de buen humor y energía positiva.

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