Ayer a la hora del vermú, Daniel Serrano caminaba cerca del Campo San Francisco con los auriculares puestos y la mirada perdida, como si no quisiera saber nada de nadie. "Todo Oviedo de fiesta y yo para un examen", explicaba con resignación. Este ovetense de pelo largo estudia Ingeniería Electrónica en Gijón y allí ayer fue un día más. Hace tiempo que su Martes de Campo era el martes del examen de Métodos. "Estoy nervioso, así que prefiero no saber lo que pasa aquí", resumía.

Daniel no supo, pues, que aquí en Oviedo hubo miles de personas que se echaron a los parques de la ciudad para celebrar una jornada festiva con varios grados: los 17 que marcaba el termómetro a mediodía, los 10 de la botella de vino blanco que se repartió entre la multitud mayoritariamente canosa que abarrotó el Bombé o los 44 de la botella de ginebra que pasaba de mano en mano, lingotazo a lingotazo, entre el grupo de adolescentes (17 años) que arreglaba el mundo a gritos en el Purificación Tomás.

Porque el Martes de Campo en Oviedo siempre ha sido bipolar. Hay un bollo que se come, que es el tradicional y tiene su epicentro en un Campo San Francisco lleno de manteles a cuadros, empanadas, tortillas, carricoches, gaitas e hinchables. Y hay otro bollo que se bebe, que sabe a sidra, a cerveza, a calimocho, a whisky, a vodka o a ron, por poner varios ejemplos, y que tiene su base en un parque Purificación Tomás decorado con botellas y lleno de jóvenes celebrando como un sábado por la noche lo que fue un martes por el día.

En general, la novedad este año fue la ausencia de novedad. No porque el Campo San Francisco estuviera a reventar, que eso se supo desde el momento en que las persianas descubrieron los primeros rayos de sol, sino porque ni siquiera la recién estrenada ley del alcohol cohibió a los menores de edad, que brindaron con sus cachis con impunidad.

"Hoy la Policía tiene que hacer la vista gorda porque si no tendría que multarnos a todos. Sólo vigila. Antes nos cruzamos a dos, las botellas las escondimos en la mochila pero sonaban mucho. Se enteraron, pero no nos dijeron nada", cuenta Claudia Sánchez (16 años), que tiene los brazos pintados y un top rosa que le deja descubierta media barriga. Claudia, que está en primero de Bachillerato y quiere hacer Magisterio, bebe vodka con limón y tiene un cigarrillo en la mano.

A su lado, cerca de la pista de baloncesto, saltan y cantan Sara Rodríguez y Cristina Sánchez, estudiantes en el Auseva. Dicen que tienen "18 años" y que por eso pueden beber sidra.