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Cuando el taxi se convierte en diván

Clientes que no saben adónde van, que descargan sus penas o que se duermen borrachos forman parte del anecdotario de los taxistas ovetenses

Aspecto que presentaba ayer la parada de taxis situada en la calle Mendizábal. MIKI LÓPEZ

Conocen la ciudad como nadie porque se ganan la vida recorriendo sus calles al volante y trasladando a sus ciudadanos y visitantes de punta a punta. Son taxistas de profesión, aunque los haya que se sientan psicólogos, intérpretes e incluso, en ocasiones, ejerzan haciendo las veces de guías turísticos.

La mayoría no sólo tienen un sexto sentido, el de la orientación -tan indispensable para su oficio y tan impensable de adquirir para muchos de quienes requieren su servicio-, sino que suman también el adecuado sentido del humor para poner al mal tiempo buena cara. Y nunca mejor dicho, en una ciudad en la que la lluvia es uno de sus grandes aliados. "De lo más común es que se olviden móviles, cámaras de fotos, pero, sobre todo, paraguas cuando llueve. La gente los olvida a diario", y, como luego no los reclaman, si Ángel Torres, en sus tres años y medio como taxista, hubiera tenido que guardar todos los que ha recogido en su taxi, casi tendría que habilitar una sala en su casa como paragüero.

Pero no sólo al mal tiempo meteorológico responden los taxistas con sonrisas. "Oviedo es una ciudad muy señorial y hay una serie de clientes que usan siempre el taxi aunque no llueva", opina uno de los conductores estacionados en la calle Alfonso Quintanilla. Por eso, cuando el buen tiempo acompaña, también conducir un taxi puede tener sus complicaciones. Por poner un ejemplo, los fines de semana de borrachera son uno de los asuntos más crudos. Con todo, hay quienes encuentran su consuelo al considerarlo ya "un gaje del oficio". "Es de lo más cotidiano. Depende de cómo veas al cliente, decides si lo coges o no, pero siempre te arriesgas a que te vomite en el coche", comenta Francisco Javier Gutiérrez, que, a sus 52 años, lleva doce ejerciendo la profesión. Ángel Torres está de acuerdo con él y rememora, ahora entre risas, aquella vez en que tuvo que esperar durante quince minutos a que una chica a la que llevó desde Oviedo hasta Pola de Siero despertase. "Iba tan bebida que ni siquiera se enteraba de que la estaba avisando de que habíamos llegado a su destino".

En otras ocasiones, los viajes son algo más amenos. "Hay mucha gente que, según sube al taxi, empieza a contarte su vida y, la verdad, presta ver que se sienten a gusto contigo, aunque a veces parece que somos más psicólogos que taxistas", asegura Lucas Temprano, a quien, a diez años de la jubilación, no se le ocurre pensar en una profesión mejor. No obstante, no se le escapa que, "aunque el noventa por ciento de la gente suele ser muy agradable, siempre puedes dar con el clásico 'amargao' que, o descarga su ira contigo, o empieza a poner pegas hasta de cómo conduces".

En términos de circulación, otro clásico contratiempo con el que los taxistas conviven es el de las personas que no saben hacia dónde se dirigen. "Te dicen que quieren ir a algún sitio, pero no se acuerdan de dónde está", sostiene Gilberto Fernández. También aquí ser taxista requiere grandes dosis de psicología social para saber conducir al cliente hasta su destino, incluso siguiendo alguna que otra indicación contradictoria, sin perder la calma.

Por su parte, Julián García pone la cara más simpática a la profesión. En sus seis años como taxista, se ha especializado en el trato con los turistas. "Tengo la suerte de hablar francés, algo de inglés e italiano, así que, cuando los oigo hablar, procuro darles las indicaciones que precisen en su idioma materno, y lo agradecen mucho". Ahora bien, esto de la interpretación no es una ciencia exacta. "El otro día recogí a unos orientales. Por su forma de comportarse, pensé que eran japoneses, así que cuando fui a darles las gracias les dije 'arigato'. Empezaron a reírse porque eran de Corea. En coreano no supe decirles nada, así que tuve que despedirme en inglés".

Mejor se le dio la relación el año pasado con una familia francesa que, al llegar a los monumentos del Prerrománico en el Naranco, no dudó en confiarle a su niña pequeña mientras hacían las consabidas fotos de recuerdo. "A raíz de ahí, hicimos amistad y pasé la semana llevándolos adónde me pedían. El último día los despedí en el aeropuerto".

Intérpretes, niñeras, guías o psicólogos, parece que, en su día a día, los taxistas tienen entre sus manos algo más que la responsabilidad por el buen manejo del volante. Cuando toca ir de calle en calle, al mal tiempo, bueno puede ser pedir un taxi.

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