No hace mucho que subí al Naranco a visitar a sor Eulalia, una monja salesa que vive en el Convento de la Visitación. El pasado 12 de junio cumplió 100 años. Nos vimos unas semanas después. Durante más de dos horas me contó su historia, sus recuerdos, su vida. Me habló de sus padres, de sus hermanos, de su infancia en Santiago de Compostela y en O Portouteiro, la casona familiar situada en Porto Outeiro, concejo de O Pino, ya habitada por su antepasado Pedro Rey do Barral en el siglo XVI. Allí pasaba los veranos con sus abuelos, sus primos y sus tíos. Me emocionó su viveza, sus ojos, su minuciosidad contando anécdotas, su desparpajo, su memoria? Y me conmovió su decisión de enterrarse viva en ese monasterio de Oviedo al que llegó en 1942, hace 73 años. Me pregunto por qué y para qué. Inconcebible.

Llegué puntual a la cita acompañada de su sobrino Alejandro del Río del Busto. Después de pasar varias puertas, entramos en una pequeña habitación con una reja en el centro. Al otro lado estaba sor Eulalia, de pie, agarrada a la reja. Una carita sonriente, tersa, envuelta en metros y metros de tela negra. Un hábito cuatro tallas mayor que ella, con sandalias de cuero negro y calcetines blancos. Diminuta, como una muñeca de porcelana. Yo no pude decir nada. Me apetecía llorar. Salí de la sala y pregunté a la madre priora si podríamos salvar la reja. Muy suavemente me dijo: "No se puede, son las reglas. Al marchar les permitiré pasar para que puedan darle un beso". No obstante, pudimos abrazarla.

Sor Eulalia es Carmela del Río Rey-Stolle (1915-). Pertenece a una familia gallega. La sexta hija de José del Río Chico, "don Pepito" (1877-1965) y de María Rey Stolle (1875-1941). Vivieron siempre en Santiago, en una casa en esquina de tres plantas mirando a la iglesia de San Martín Pinario, que la familia conserva.

Fotografié la casa unas semanas antes de la visita y le llevé una impresión a sor Eulalia. "¿Conoces este edificio?", pregunté. "Sí, es mi casa. Tenía nueve balcones. En la galería era donde cosíamos mis hermanas y yo", replicó vivamente. No se equivocó. Y una a una fue contando a quién pertenecía cada ventana. No soltó la foto en toda la visita. Al marchar preguntó: "¿Puedo quedármela?".

Don Pepito era médico, aunque nunca ejerció. Su hija dice que sólo era médico para los pobres, y lo define como un hombre "religioso y bueno, buenísimo". María, su madre, era la mayor de los cuatro hijos de Carlos Rey Raviña (1842-1896), también médico, y de Filomena Stolle Lamela (1845-1933) descendiente de una familia de Bohemia establecida en Santiago, dedicada al comercio textil. Desde 1908, los descendientes de Carlos y Filomena llevan unidos los apellidos Rey y Stolle. Hoy son ya cinco generaciones de Rey-Stolle dispersas por toda España.

José del Río Chico y María Rey Stolle tuvieron siete hijos. Cuatro chicos y tres chicas. Carlos (1908-1983) y Pepe (1909-1984) siguieron la tradición familiar y se hicieron médicos. Ellos sí ejercieron. Con la ayuda de su padre construyeron una clínica en Gijón, el Sanatorio del Carmen. Allí trabajaron durante más de cuarenta años. Carlos como urólogo y Pepe como cirujano general. Carlos no tuvo hijos. Pepe se casó con Rosario del Busto Las Clotas, hija del arquitecto Manuel del Busto, y también tuvieron siete hijos. Los dos mayores, continuando la saga familiar, son la cuarta generación de médicos.

María Rey Stolle tenía un problema cardiaco agravado por siete embarazos. Recuerda su hija que siendo ella pequeña le comunicaron por telegrama una tragedia familiar. Con la impresión le dio una hemiplejia. La niña lo presenció. Hoy lo cuenta con mucho sentimiento y realismo noventa años después. El médico les dijo que nunca podría recuperarse. María y sus hijos hicieron una novena a San Pascual Bailón. Antes de terminarla empezó a mover la pierna. Su marido y el médico no podían creerlo. Recuperó la pierna por completo. Un tiempo después repitieron la novena y de nuevo se hizo el milagro. María recuperó también el movimiento del brazo. Su hija relata con precisión el asombro de todos y destaca que los milagros no sirvieron para elevar a Pascual a los altares. Ya estaba en ellos.

Carmela (hoy sor Eulalia) salió de Galicia una vez. Fue a Barcelona con su padre y sus hermanas. La novia de su hermano Jesús (1913-2011) quería convencer a la familia de que no se metiera Cartujo. No lo consiguió. Jesús suspendió la boda. La razón, según sor Eulalia, fue no caer en la tentación de vivir una vida fácil que no le llevaría al cielo. Le acababan de regalar un coche y tenía una novia muy guapa. No quería condenarse.

No fue el único de los hermanos que rompió el compromiso matrimonial. La mayor, María Luisa (1907-2010), dejó a su novio poco antes de la boda. Tenía hasta el vestido, que luego aprovechó su hermana Mercedes cuando se casó. María Luisa también fue monja salesa. Ingresó en el convento de Lugo y allí falleció a los 103 años.

María Luisa y Carmela planearon juntas ser monjas de clausura. Su madre acababa de morir. Primero pensaron en ser Carmelitas pero desistieron porque Carmela estaba delicada del estómago y la comunidad carmelita era muy estricta con las comidas. Don Pepito estuvo investigando sobre las condiciones de las clausuras y concluyó que la comunidad menos estricta en la alimentación era la de las Salesas. Su convento de Oviedo tenía siete vacas, por eso fue el elegido para Carmela. María Luisa prefirió no dejar Galicia y se quedó en Lugo.

Los tres religiosos Del Río Rey-Stolle mencionados siguieron el ejemplo de Alejandro (1917-1996), el más pequeño de los siete hermanos. Fue un niño con problemas al nacer, que requirió muchos cuidados y desvelos de su madre, pero se convirtió en el más alto y fuerte de todos. Cuenta su hermana que Alejandro, con quien siempre tuvo una fluida comunicación epistolar, entró en la cartuja de Zaragoza a los veintidós años, sin conocimiento de sus padres. Cree que su decisión fue más un impulso que una vocación meditada. Su madre no le reprochó su decisión, pero siempre se quejó de que no le hubiera dado la oportunidad de despedirse. Nunca le volvió a ver.

Conocí a Alejandro y a Jesús en la Cartuja de Lucca, Italia, en 1976. Ambos vivían en el mismo convento. Alejandro era alto, enjuto, extrovertido, simpático, charlatán. La regla del silencio se le hacía muy cuesta arriba. Por el contrario, Jesús era pequeñín, retraído, agradable y de pocas palabras. La muerte de Alejandro fue noticia en Italia y en España. Tenía una cardiopatía que su sobrino Alejandro del Río, cardiólogo en el Hospital Ramón y Cajal de Madrid, le controlaba a distancia. Sufrió un infarto. Los servicios sanitarios recibieron aviso y una unidad móvil llegó al convento. Los monjes se sorprendieron al ver que la médico era una mujer. No hicieron excepciones: no se permitía la entrada de mujeres en las cartujas. Alejandro murió por falta de asistencia. Tenía 79 años. Jesús siguió en la cartuja de Lucca hasta los 99.

Me pregunto también cómo es posible que cuatro de siete hermanos, que parecían tener todo y de todo, decidieran casi al unísono recluirse de por vida. Qué les empujaría a ello, qué vivencias tendrían, qué miedos sentirían, qué pensarían... No encuentro la respuesta. La que fuere, tampoco la entendería.

Después de dos horas y media de visita, sor Eulalia con su silenciosa vocecita seguía hablando sin parar. Se encontraba como pez en el agua reviviendo sus recuerdos con nosotros. Estaba sumergida en su vida de antaño y parecía no querer abandonarla. Con pena tuvimos que marchar. Inmóvil, agarrada a la foto de su casa, su "carina" de porcelana siguió sonriendo mientras nos perdía de vista. Lo último que nos dijo fue: "Cumplid lo dicho, volved".