El otro día, en una fiesta de por aquí -no digo cuál, no hay por qué hacer publicidad negativa- hubo palos. Dos tipos se pelearon con ganas y hasta llegaron a agarrar sillas para darse con ellas tipo película del Oeste. Hubo un pacificador lesionado pero, aparte de eso, la cosa no fue a mucho más. En cualquier caso, saberlo me ha bastado para volver a pensar en el porqué de la violencia.

Me es más fácil comprender -aunque no aceptar, ni mucho menos- la violencia más dura, la más extrema: la guerra. Detrás siempre hay fanatismo interesado, deseos de dominar y peces gordos de los que nunca hemos oído ni oiremos hablar que sacan tajada vendiendo armas, ganándose el favor -muchos favores, en realidad- de países enteros y haciendo caja a costa del mal ajeno.

Respecto al terrorismo hay poco que decir. El fanatismo es muy fácil de entender y muy difícil de aceptar. Lo mismo que la violencia familiar. En ambos casos, zurrar es siempre un atajo. Como tienes el alma corta y no puedes controlar a los otros, los sometes por el cuerpo, que es mucho más fácil. Es estúpido pero es así.

Lo que se me escapa es la violencia de chigre, la violencia porque sí, el "sujétame que lu mato", el "sal fuera si tienes huevos". Hay algo extraordinariamente tonto en esa violencia y, sin embargo, tiene todavía muchos adeptos. Lo malo es que la tontuna no se puede combatir con sensatez. Eso de que dos no riñen si uno no quiere no siempre es cierto. Si le pisas un callo a un tío con ganas de pelea es posible que lo apacigües, pero también puede ser que te caiga un puñetazo.

Dicen que, estadísticamente, el mundo es cada vez menos violento. Ya sea cierto o no, a mi no me gusta la violencia. Para mi, es como el pop para mi tío Falo. Un día le preguntaron qué opinaba de la música pop en general, y el contestó sin despeinarse:

-A mi el pop no me gusta ni en general ni en butaca.