Me pasó el mate recién cebado y me dijo: "No confundás, che, acá se da mejor el mijo que el maíz". Desde los sillones estampados veíamos tras los pilares de madera de aquel porche con el tablazón bien encerado la cosecha de penachos plateados perderse hacia el Oeste.

Era una estancia mediana, a unos kilómetros de Ojo de Agua, en la provincia argentina de Córdoba. La casa, aunque de planta baja, era poderosa. Lo decían sus grandes habitaciones, el salón palaciego, los baños con aires de los años veinte, y una cocina inacabable que recordaba a las de las casonas de Cangas del Narcea donde puede comer toda la familia "incluso cuando vienen los madrileños", como suele decirse por esas tierras.

Ramón era enjuto, ágil, a pesar de sus setenta años, de los que llevaba cincuenta en la Argentina. "Cincuenta y dos, exactamente. Ya no queda nada de aquella Asturias, a Dios gracias. La vida en la casería de mis padres era muy dura, puro trabajo para arrancar un poco de miseria".

Pero Ramón soñaba con otros horizontes; con la llegada de la adolescencia se dio cuenta que si se quedaba allí su vida consistiría en sacar estiércol de la cuadra, doblar la espalda para arrancar al suelo cuatro patatas, y dormir en una cama angosta con otra esclava como él para cargarse los dos con la obligación inescapable de unos cuantos hijos tan miserables como ellos, igual de amarrados a una sociedad negra, injusta e inamovible. Como le había sucedido a su padre, y a su abuelo. Y él quería tener unas manos como las de Don Damián, el médico, o las de Don Manuel, el párroco. Tres meses antes de ir a filas se subió a un barco en Vigo. "Mi viejo vendió una de las tres vacas para pagarme el pasaje. Una buena gauchada, todo un tipo. Es con esas cosas con las que se quiere para siempre a los padres. Juré devolverle aquella plata. Fue el motor que me hizo dejarme la piel acá. Gracias al paso dado por mi padre solo tenía un pensamiento: salir arriba, arriba, arriba".

Ramón desembarcó en Buenos Aires con una dirección como único tesoro, el café de un luarqués primo lejano de Don Damián. El local estaba en una travesía de Avenida de Mayo. Allí encontró cama y comida, y un lugar donde descubrir como era la vida en una ciudad, la gente, los hábitos, tan diferente todo de la aldea que había quedado atrás. "Al principio andaba a recados, después comencé el laburo en la cocina, pero pronto pasé a atender al público, se me daba bien, y el patrón ya me pagaba un poco de platita con la que ir a una academia para desasnarme, sobre todo en cálculo y caligrafía. A mi me asombraba la belleza y el atrevimiento alegre de las minas, tan lejanas de las mujeres de la Asturias negra y rancia en la que yo había nacido y vivido hasta entonces, creyendo que el mundo era así. Y los autos maravillosos, y las veredas iluminadas, y los grandes cafés".

Un cliente habitual, también asturiano, le hizo un día una buena proposición. Tenía un pequeño hotel en la calle Suipacha, casi al lado, y necesitaba una persona de confianza. Ramón aceptó. El esfuerzo se siembra, como el grano; acabaron siendo socios, el negocio iba bien. Y llegó el momento de hacer las dos cosas que más deseaba.

La primera, tras arreglar gracias a un amigo del consulado el problema de la mili legalmente pendiente, el viaje a España, a abrazar a sus padres, que aún vivían, y sacarse del cuerpo las ganas que tenía de volver a ver los prados, y la casa, y el monte de donde había salido.

El segundo consistió en comprar aquella "finquita" (de quinientas hectáreas) en la que volver a ser lo que fue, un hombre de campo.

"Mirá, che, al que le gusta la hacienda no puede olvidar las vacas. Cada año, en agosto, yo me acercaba a la Rural, la exposición de ganado de Buenos Aires, en el barrio de Palermo, a quedarme bobo viendo las Aberdeen, las Charolais, las Cebús? y los caballos, che, los caballos. Me gustaban los Cuarto de milla, arregladitos, rápidos, duros. Y también, mucho, mucho, la azafatita de un stand. Se llamaba Cristina, Cristina Quaini, y era un gusto verla caminar. Rubita, linda, y eso que a mi me gustaban las morochas. Pero era ágil, trabajadora, valiente, y no engañaba, que esa es la propiedad más valiosa de una persona. Alguien en quien poder confiar. Bueno, entre los dos creamos la familia en comandita que vos conocés. A ella le gustaba el negocio, pronto lo dirigió mejor que yo, y eso me permitió meterme de lleno en la finquita, disfrutar de esta felicidad. Aquí había bastante trabajo, el suelo no era de los mejores. Me aconsejaron cultivar mijo, al que los expertos llaman Pánicum miliaceum. Yo no conocía esa planta, pero recordaba haber oído de ella a la abuela. Contaba que lo sembraban tras recoger el trigo, allá por julio, a mano, a puro voleo, sin hacer nada más, que todos los vecinos juntos lo cosechaban por San Miguel, a últimos de setiembre, y que servía para hacer pan y para alimentar el ganado. Una planta parecida al maíz. No sabía más. Pero acá la cultivaban, y se da bien. Y con buena venta para la industria de pienso para aves. Yo tengo siempre la cosecha vendida, che".

Mientras Ramón me contaba, el sol llegó a la línea del horizonte, en un atardecer cinematográfico, con el cielo dorado que envolvía a la plantación en una atmósfera púrpura, insoportablemente guapa. Comenté a Ramón que nunca había visto una puesta de sol así.

"¿Sabés?, yo compré esta estancia solamente por eso. Llegué acá una tarde, jamás había estado en el lugar, pero me di cuenta que esta puesta de sol imposible de linda ya la conocía. Era la que veía en mi casa querida. Y ese sol había pasado hacía pocas horas por allí, había iluminado el hórreo, el corredor que miraba al Sur, el pequeño establo, el caballo, quizá a mi vieja poniendo la ropa lavada en el tendedero. Mirá, cuando vuelvas a Asturias tomá la carreterita entre Vilanova y San Martín de Oscos un atardecer. Cuando llegués al alto, mirá hacia el Oeste. Allí estará. Igual de lindo. Será ese mismo sol, camino de Ojo de Agua".