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La bomba del Fontán | Las crónicas de Bradomín

El mondongo y Paco Rabal

Copas en Stradivarius y chocolate en el Tropical junto al artista

El mondongo y Paco Rabal

Era viernes, bien entrados los años ochenta, no recuerdo con exactitud la fecha pero era otoño. Había quedado para cenar con Juan Cerdá y su encanto de novia, de la que yo siempre había deseado obtener algo más que una ferviente admiración. Mi amigo era un alquimista de lo inverosímil y con el mismo propósito que yo: triunfar en la vida.

Habíamos quedado en el Gran Vía, donde cenamos, para después tomar unas copas en San Remo y Dickens, hasta que Juan y su novia decidieron irse de discoteca. Por mí parte, continué alternando con algunos conocidos hasta bien pasada la una de la madrugada; la verdad, no era día de buena pesca. Como tenía por costumbre, siempre y cuando no tuviese otro "compromiso", los fines de semana solía cerrar la velada hasta altas horas en el Stradivarius. Hubiera podido ser un día como cualquier otro entre los habituales de pub. Pero no.

En una mesa baja frente a la barra, dos personas; una de ellas, conocida en el lugar y de la que no me apetece publicitar su nombre en estas lineas, ejerciendo de cicerone; cuidando de que nadie más pudiera disfrutar del singular acompañante. Vestía el personaje con cierto desaliño, una cazadora de cuero viejo, camisa oscura y cubría su cabeza con una gorra marinera de color azul oscuro. En su rostro tenía más señales que el mapa de la Isla del Tesoro: era Paco Rabal. Pedí la consumición de costumbre y me puse a jugar entre amigos unas copas a los dardos. Transcurrido un buen rato Pedro, propietario del pub, tomó asiento en la mesa del actor, al tiempo que la cicerone se despedía de aquel con un "nos vemos en Madrid". Estaba yo en la barra pidiendo una copa cuando escuché que desde la mesa alguien me llamaba,

-Bradomín, por favor, ¿puedes acercarte? -pidió Pedro-. Paco quiere conocerte.

-Te estaba viendo en la barra y noté sobre ti el mismo aura de asturiano que mi hermano adoptivo Arturo Fernández, con el que acabo de finalizar una película -dijo Rabal, para remachar.

-Jamás conocí gente más sincera y leal que la de esta tierra.

Total, me invitó a sentarme. En un monólogo casi permanente, irónico y carente de divismo alguno, fue contando anécdotas de su extraordinaria y perdurable carrera. Recuerdos de amigos, países y directores con los que había rodado: mención especial para Buñuel y Picasso. La noche estaba disparada, cuando al actor se le ocurre decir que tomaría de buena gana un buen chocolate.

Siete de la mañana del sábado en el Tropical. Nutrida clientela, alguno que otro babeante por poder saludar al artista. Chocolate con churros para los tres, mientras Rabal para acompañar pidió una copa de orujo; pegó dos pequeños tragos de licor vertiendo el resto en el chocolate. No había terminado de preparar el "coupage" cuando exclamó: ¡Anda el saquito con las fabes y el mondongo! No recordaba donde había cenado. Para finalizar, lo acompañamos hasta el Reconquista, todavía aparentaba fresco y pretendía dar cuenta de un continental en el Rey Casto. Durante el trayecto a pie, y por las pistas que nos daba, llegamos a la conclusión de que el trajinado saquito lo había olvidado en Casa Amparo.

Acababa de asistir a un largo y extraordinario "bolero de Rabal". En fin, otro capítulo más que añadir en mi abnegado devenir.

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