Mari Luz, hace unas pocas horas que te has ido y ya empiezo a echarte en falta. Nuestras familias, conocidas y amigas de toda la vida. No sé cuándo comenzó la verdadera amistad entre nosotros dos, pero sí tengo el gratísimo recuerdo de cuando nos vimos en Oviedo la última vez, creo que hace unos tres años, en un cafetería de un centro comercial de la calle de Uría. Me pedías que te enviase alguno de los escritos que venía publicando en LA NUEVA ESPAÑA, en la edición de las Cuencas y así lo venía haciendo por internet a través de tu hija Covadonga.

Fue en febrero de 2013, cuando me "sacudió" el ictus. Te enteraste de ello a través de alguien y, a partir de entonces, cuando te hiciste con un móvil, era raro que pasase una semana sin que hablásemos. Nos intercambiábamos noticias y, sobre todo, hablábamos de la familia, de tus hijos, nietos, sobrinos y, cómo no, de los hermanos, sin olvidarmos, por supuesto de tu marido, Pachu, como tú siempre le llamaste cariñosamente y del que decías que era "un tiempo" mayor que tú.

Con tanta llamada nos dio tiempo hasta de acordarnos hasta de aquel negocio familiar de "Manzajú". Me acordaba, cuando era un crío, de ir a visitar a tu madre, para mí doña Luisa, con mi madre, a vuestra casa en Marqués de Pidal: ¡qué tiempos aquellos!

El susto que me has dado con tu marcha fue y lo sigue siendo de órdago, porque echando una ojeada a las esquelas de Oviedo, cosa que no suelo hacer, apareció tu nombre: ¡un mazazo! porque hacía unos pocos días que habíamos hablado, aunque sí me dijiste que tu mano izquierda no la sentías y al final añadiste una palabra que ahora no estoy por la tarea de añadirla, muy corriente pero simpática.

Dejas un gran hueco entre los tuyos, pero lo que es para mi, egoistamente, sobremanera.

Un fuerte abrazo para Pachu, para tus hijos y nietos, sin olvidar a tus hermanos y hermanos políticos. Sigo insistiendo: ya te echo de menos, aunque seguiré guardando tu número de teléfono móvil.