El sol martillaba a la muchedumbre cargada de bolsas que, andando, intentaba cruzar la frontera. Al otro lado del puente estaba Paraguay. La ciudad aún se llamaba Puerto Stroessner, como correspondía a una dictadura como Dios manda, en la que todo son alabanzas a lo bestia para el jefe del estado, que en su inocencia es incapaz de imaginar que será barrido de la historia con un escobón al poco de ser depuesto o enterrado.

La hoy bautizada como Ciudad del Este era uno de los vértices del triángulo. Foz do Iguaçú, brasileña, y Puerto Iguazú, argentina, los otros. Las tres casi pegadas. Y por el medio, el río Paraná. La ciudad era -y sigue siéndolo hoy- el perfecto ejemplo de en qué consiste la locura de consumir. Cientos de tenderetes, montones de vendedores ambulantes llenos de vehemencia, millones de artículos de dudosa utilidad, gentes amontonadas, coches bloqueando las calles, hombres más bien ruinos acarreando televisores inacabables sobre la cabeza, matronas guaraníes abarcando bolsas infinitas.

Yo iba preparado para cualquier eventualidad. La mayoría de los dólares en el cinturón, ni caso a los que intentaban venderme rolex a precio de ganga aunque me persiguiesen por media docena de cuadras, el pasaporte bien amarrado, y con la certidumbre de, en caso de adquirir algo, debía hacerlo en un comercio serio.

No tenía claro qué comprar, no necesitaba nada, salvo volver a Oviedo con cualquier cosa que llevase dentro el perfume del país. Artesanía, cuero, algo así. En unos puestos de indios guaranís vi flechas, arcos, hamacas, y camisas preciosas de lino. Lo que llevaban haciendo generación tras generación Aquella gente, en su sencillez, eran grandes artesanos pegados a su tierra.

Había encontrado mi regalo, pero recordé el consejo, y me acerqué a un gran almacén próximo. En la parte interior de la entrada había un vigilante. Por el tamaño su ametralladora era la madre de las que usaba Rambo.

"¡Dios mío, que no roben a nadie mientras estoy aquí dentro!", rogué por lo bajo, imaginando a aquel mestizo uniformado disparando a ráfaga dentro del local.

Las dependientas parecían azafatas y llevaban un vestidín ceñido que cortaba la respiración. Le pregunté a una de ellas por la sección de ropa de caballero.

"Yo le guío, señor", me respondió con una sonrisa llena, apartando su gran melena negra con el mismo estilo que yo había visto en el cine una vez.

Seguí tras sus glúteos asombrosos magnetizado, sin voluntad para nada, entendiendo lo fácil que es perder hasta la panera si se cae en las redes de una mujer de aquellas características. Los hombres siempre dominando la situación?

Tenían ropa para vestir a todo el continente. Me detuve en los expositores de camisas. Allí estaban las de lino, con el clásico color crudo. Sucede que entre esa planta y yo hay algo personal.

En la finca de la abuela. Una mañana ya brumosa de mi infancia mi abuela me mostró sorprendida, en uno de los prados de la casería, en Limanes, una hierba rara que sobresalía en altura sobre las demás, rematada por un pequeño estuche esférico entre crema y marrón. Era el lino. Según ella se trataba de una superviviente; en aquella finca era donde se cultivaba, pero cincuenta años atrás. Le pedí que me contara. Se sembraba a voleo en primavera en el terreno bien trabajado, y se daba bien. Salvo quitar alguna mala hierba no había más labores. A finales de verano se arrancaba a mano, y se llevaba al río.

Materia prima del ajuar. Las plantas quedaban unos días en el agua, para que ablandasen. Tras aquellos días sumergidas el tronco abría con facilidad y se podía sacar la fibra, que una vez bien seca se hilaba como si fuese lana. Y se tejía. Ropa, manteles, sábanas. Era el ajuar. Las camisas eran frescas, muy guapas, y cuanto más se lavaban más blancas se volvían.

La primera planta textil conocida. Años más tarde, cuando por razones profesionales me tocó estudiarlo supe su nombre, Linum usitatíssimum, y también que había sido la primera planta textil conocida. Fue famoso el de Egipto, con aquel lino estaban envueltas aún las momias extraídas de las pirámides. Que en Asturias se había cultivado sobre todo en los años duros de la postguerra, y que se metía en agua para destruir su corteza, dado que las fibras estaban debajo de ella. Esa labor tenía por nombre "enriado" , "enllagar" o "enriyar", en asturiano.

Fibra conductora de calor. La frescura de las prendas se debía a que la fibra es gran conductora del calor, lo que lo hace excelente para veranos o climas cálidos. Según fuese la finura de sus fibras podía tejerse desde batista, para ropa interior, hasta la dura estopa, para cuerdas y suelas, similar al cáñamo. Imaginé las sábanas en las casas de indianos, los vestidos blanquísimos, de ellas bajo una gran pamela, y los trajes coloniales de ellos, cubiertos con sombrero Panamá.

Compré una camisa para cada miembro de la familia. Guapísimas, con inconfundible aire indígena. No eran baratas, y calculé cuanto pagaría el dueño de la tienda a los pobres indios que se habían encargado de cultivar, obtener la fibra, hilarla, y hacer la camisa. Pero yo no podía resolver los problemas de justicia social de Paraguay, aunque si compraba las camisas ayudaba. A los pocos días, agotado ya el viaje, volví a Asturias. "No creáis que os traigo cualquier cosa" -dije cuando llegué a casa, mientras abría la maleta. "Mirad y valorarlo como se merece, es lino cultivado por guaranís de verdad, en telares manuales, hecho todo con las mismas artes que usan desde hace quinientos años. Os va a encantar. Gasté bastante más de lo previsto, pero no quise desaprovechar la ocasión de traeros algo auténtico, único". "¿Y por qué en la etiqueta pone Logroño, Spain?", preguntó mi hija.