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Nuestra hermana la fauna

Prescindir de la colaboración animal - puede tener algunas consecuencias

Nuestra hermana la fauna

No será este comentarista quien ponga en duda la buena voluntad de quienes reclaman que sea prohibida la participación de animales en la cabalgata de los Reyes Magos. A salvo la buena intención, me será permitido apreciar algún exceso de dramatismo en el manifiesto hecho público para la ocasión al poner el acento en la supuesta contrariedad de los animales, llamados a colaborar "contra su voluntad" frente a la serie de males posibles que resume una lista de agravios: gentío, golpes, caídas, estrés, cansancio, ruidos, música estridente, gritos, calor, flashes, petardos? Un horror.

La buena voluntad se les supone a estos defensores, en la línea de ese movimiento emergente y respetable que trata de dignificar la vida de los animales. En principio, ya digo, nada que objetar si ese afán misericordioso es consecuente y alcanza sus últimos objetivos como en un parte de guerra. Porque admitamos que las relaciones del ser humano con el resto del reino animal no se reducen a las mantenidas con cuadrúpedos y aves de corral.

Por otra parte, los previstos perjuicios que se les pueden causar no se producen en exclusiva durante una cabalgata de Reyes. Pensemos en los circos con animales, prohibidos entre nosotros; en las corridas de toros, en otros festejos de origen ancestral y verdaderamente crueles, como el Toro de la Vega en Tordesillas y los toros de fuego en Cataluña, donde se les martiriza para divertir al respetable. Seamos serios: si hemos de ser más respetuosos con el reino animal, al que pertenecemos, seámoslo con todas las consecuencias. ¿Cuáles?

Si mal está, como queda dicho, imponer a los animales actividades molestas, insalubres o peligrosas, convengamos en que resulta mucho más lesivo para sus intereses (los de los animales digo) la ancestral costumbre de comérnoslos que mantenemos los humanos. Y también la de someterlos a trabajos y actividades diversas para lo que no han sido consultados ni puedan apelar a su sindicato (al menos, por ahora), como transportes, labranza, actuaciones en festejos, carreras, deportes o exhibiciones.

Nada digamos de su forzada participación en represiones de orden público y, el colmo, en guerras y conflictos, desde los elefantes de Aníbal hasta la caballería de tanta tradición militar que constituye una de sus armas de tierra con más solera y prestigio. Eso, sin hablar de los perros policía y los experimentos de laboratorio. Peor aún, las humillantes actuaciones en circos donde hasta las fieras se ven obligadas a hacer volatines y pasar por el aro.

Pero el reino animal no se reduce a cuadrúpedos y aves de corral. Ni su explotación consiste solamente en utilizarlo en lo laboral, festivo o militar, sino también por algo mucho más incómodo como es su sacrificio para aprovechar su carne, su piel, su leche y derivados. Incluso sus huesos como materiales para la construcción de útiles, zapatos, guantes o vestimentas varias. Por ello, para los animalistas confesos lo primero sería prohibir los mataderos, empezando por los de Buenos Aires.

¿Dónde nos detenemos? ¿En los vertebrados, las aves, los cobayas, los peces, los batracios, los gusanos, los insectos, tan de moda últimamente? ¿Serán ilegalizados con el tiempo los aparatos matamoscas? ¿Los microbios nos exigirán también el respeto debido?... Porque esos argumentos misericordiosos valen en cualquier caso con ligeras variantes.

Seamos realistas: la colaboración del reino animal sigue siendo indispensable para los seres humanos, lo que no justifica el maltrato ni el abuso. El retorno a la vida salvaje sería letal para los propios animales. No creo que por participar en un desfile sufran ningún menoscabo, salvo mejor criterio de ocas y camellos. En todo caso, será competencia municipal advertir de sus derechos a los animales. Incluso de sus deberes laborales para ganarse la vida como los seres humanos.

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