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La bomba del Fontán | Las crónicas de Bradomín

Imprevisto en Gijón

Sobre una intensa noche de copas que terminó a 28 kilómetros de la capital de una forma inesperada, con butacas, tresillos y televisores volando hacia la calle desde un noveno piso

Imprevisto en Gijón

Había quedado con Juan Cerdá a las siete de la tarde en Oliver, con la intención de estrenar su flamante adquisición: un Citroën Méhari, de fibra de plástico, capotado y de un discreto color naranja. El coche respondía, era ligero, de fácil maniobra y, sobre todo, daba el cante. Ya cerrada la noche y libres de algún compromiso por parte de ambos, decidimos picar algo y dedicarnos a beber la noche, que no era otra cosa que ir de alterne. Avanzada la velada, en el céntrico Gandhi tomamos una copa con una conocida de Juan: Vicky para los clientes. Hace un aparte con mi amigo y al rato me comenta Juan: "Brado, me dice que hoy no trabaja más, que si la llevamos a Gijón tiene otra compañera y nos lo montamos en su piso". Nada más que hablar.

Gijón, tres de la madrugada de un sábado. Aparcamos en la calle Lastres, pequeña y sombría, de altos edificios de reciente construcción. Noveno piso. Vicky abre la puerta y avanzamos a un pequeño hall; enciende la luz y cierra la puerta con llave por dentro. A la izquierda un salón: "¿Qué raro, aquí estuvo alguien?", dice ella con cara de extrañeza. Abre otras dos puertas: "Las persianas no están como las dejé". Juan y yo parados a mitad del pasillo. Al fondo, repite la operación y podemos ver parte de una cama en la que pueden distinguirse dos pies bajo un edredón: "¿Qué haces aquí?", pregunta Vicky. Escuchamos la voz de un hombre que contesta. "¡Te dije mil veces que no quiero verte aquí. Sal de esta casa de una puta vez o llamo a la policía!", grita ella. Trago saliva con dificultad, miro a Juan: está lívido. Vicky espera unos instantes en la habitación antes de dirigirse a nosotros: "Por favor llevadme hasta la comisaría". "Ábrenos, no queremos líos", dije. A continuación aparece por la puerta de la habitación un tipo bajito, con unas canillas de jilguero, en slip y camiseta de tirantes. Ningunea nuestra presencia y dirigiéndose a ella grita: "¡Me cago en tu madre, como vayas a la poli te tiro los muebles por la ventana!". "Oye, por favor...", "con vosotros no va la cosa" me interrumpió el tío. "Por eso, nosotros nos vamos", maticé. "Llevadme en coche a la policía", insistía ella mientras abría la puerta.

Estamos en el portal del inmueble, cuando escuchamos un fuerte impacto en el exterior. Vemos una butaca reventada en medio de la calle: "¡El coche!", grita Juan; "¡El tresillo que está por pagar!", exclama ella. Salta por los aires otra butaca; persianas que se suben, luces que se encienden. Expectación. Aprovechamos la marquesina del portal para salir arrimados a la fachada. A partir de este momento resulta difícil explicar con palabras lo que sigue. Alguien se puede imaginar una mesa de cocina con cubiertos en el cajón cayendo desde un noveno, pues eso. El estruendo de un televisor de 30 pulgadas de los de caja antigua, también. Menaje de cocina, sillas... de todo. Tomamos el Méhari dejamos a la chica en la comisaría de Begoña y pitando para Oviedo.

Los días siguientes, juro que lo primero que hacía era consultar las páginas de sucesos en busca de la noticia; podía imaginar el tratamiento peculiar que suelen dar los playos a los temas carbayones: dos peligrosos "elementos de la capital" fueron vistos en el lugar de los hechos.

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