Cuántas veces, en las calles de Oviedo, nos hemos preguntado por aquel noble edificio de la plaza del mercado; por el siguiente, aún más bello que el anterior, situado en el cogollo urbano; o el de varias manzanas más allá, exento, que rebosa elegancia por sus cuatro esquinas. En ocasiones, las más, pasan inadvertidos cuando transitamos a su lado.

No debo negar que, a veces, dejamos resbalar un vistazo distraído por sus severas fachadas mientras nos concentramos en las labores cotidianas. Muy pocas, casi nunca, nos dejamos llevar por el interés y, al divisar aquel historiado escudo que preside todo el señorial conjunto de piedra, una pregunta acude a nuestra mente ¿qué pasado se esconde tras su recios y monumentales lienzos? Por otra parte, ¿nos sugestiona lo suficiente como para escudriñar una inmediata respuesta?

Porque Oviedo está enfundado en una dulzura triste en la que el tiempo que fluye por sus venas es como un bosque que desprende saudade si te alejas de él. Y es que, a pesar de los años transcurridos y de su manifiesta modernidad, en ciertos rincones de la regia urbe todavía se mantiene vivo el espíritu de finales del siglo XIX y buena parte del XX. La imagen del casco antiguo es la que enlaza el pasado medieval con el presente a través de Vetusta, la heroica ciudad que dormía la siesta, en La Regenta; Lancia, la noble ciudad, para el Maestrante; Pilares, la decrépita ciudad, de la pata de la raposa? La Encimada, Altavilla, la Rúa Ruera o Fontán.

Clarín, Palacio Valdés, Pérez de Ayala, Dolores Medio y Sara Suárez Solís inmortalizaron este trocito de corte astur, a la sombra del Naranco desde los tiempos de Alfonso II el Casto. La convirtieron en la bien novelada y en la mejor descrita que, aunque pequeñita, muestra maneras de gran metrópoli. Ya, desde el siglo XVIII, la ciudad creció alrededor de soberbios palacios.

Lo principal ya lo tienen, curiosidad. Ahora tan solo necesitan una soleada mañana de domingo para realizar la deliciosa ruta de los palacios de Oviedo. Todos ustedes saben en qué lugar se encontraba la Puerta Nueva: la Alta (actual Leopoldo Alas) y la Baja (hoy Arzobispo Guisasola), aunque según Tolivar Faes "es muy importante señalar que durante los siglos XVII, XVIII y primer tercio del XIX la Puerta Nueva Baja se llamó calle de los Ángeles, y que en todo ese tiempo, con el nombre de Puerta Nueva se designaba la actual calle de la Magdalena". Allí mismo, entre las dos calles, desde el último cuarto del XVIII hasta finales del XIX, se encontraba la famosa fuente del "Caño de la Capitana", alrededor de la cual se reunían "gatos del forno", peregrinos, gallofos, buhoneros, comerciantes, viajeros y damas de vida alegre.

A la entrada de Magdalena observamos la fachada del palacio de Vista Alegre, del XVII. En la segunda década del XVIII albergó por poco tiempo, la audiencia territorial. Una serie de reformas, a las que debemos añadir un incendio, lo dejaron irreconocible. De seguido, penetramos en el santuario de Oviedo, la plaza del mercado de Pilares, ese ruedo de casucas corcovadas, caducas, seniles; lugar en el que inolvidable Tigre Juan regentaba tenderete y cuchitril además de correr tras los niños lanzándoles castañas pilongas. No hace falta decir que estamos en el Fontán, perímetro mágico en el que Oviedo se pone al alcance de la mirada y la vida. ¿A cuántos personajes, engreídos, petulantes y eruditos a la violeta rebajó los humos el humillante "cañu"? En la actualidad, se echan en falta sus servicios; quizás las autoridades capitalinas, con un arraigado sentido del compañerismo, para salvaguardar su imagen de cristal, hayan decidido enrejarlo para que el pueblo llano no les invite a doblar el espinazo y rebajar su vanidad. Piénsenlo, pero para evitar problemas no lo digan en voz alta con nombres y apellidos, ¿a cuántos llevarían a beber al "cañu del Fontán?

En la Plaza Daoiz y Velarde, al lado del "cañu" se encuentra el Palacio del Duque del Parque, construido, entre 1723 y 1732, en un terreno que hoy calificaríamos como zona residencial; a la vera del Corral de Comedias y cerca del Colegio de San Matías. Este hermoso edificio de planta cuadrada, jardín trasero y monumental fachada renacentista, en la que, a ambos lados del balcón principal, destacan los escudos, del Marqués de San Feliz, es el ejemplo más destacado de arquitectura palaciega ovetense.

Fue construido bajo la dirección del maestro de cantería Francisco de la Riva. Sus primitivos dueños tan solo lo disfrutaron unos cincuenta años. Además de sufrir años de abandono total, prestó servicio como almacén de la antigua Fábrica de Armas, albergó la Fábrica de Tabacos, fue domicilio de la Sociedad Artística Castalia y de los colegios Santa Cecilia y Santo Ángel, antes de pasar a manos de su dueño, el Marqués de San Feliz.

Nos vamos a la plaza Porlier, no sin antes contemplar, en la plazuela de Riego, el antiguo palacio de los Bernaldo de Quirós, del que poco resiste de su fábrica original. Destacan en la fachada principal cinco soportales de arco y, a la altura del segundo piso, dos preciosos escudos: en uno las armas de los que otorgan nombre a la casona, en el otro las de Miranda, Ponce de León, y Ruiz de Junco. La fachada de la calle de los Pozos deja ver otro escudo con el arrogante lema de dicha Casa, "Después de Dios la Casa de Quirós".

En el entorno de la Catedral encontramos un sobresaliente conjunto de palacios. Cinco nobles residencias son memoria histórica de la capital del Principado.

En la plaza Porlier -antigua de la Fortaleza, porque allí se levantaba la residencia palatina de Alfonso III el Magno-, nos topamos con el palacio de Malleza-Toreno, uno de los primeros ejemplos de arquitectura barroca, construido por Gregorio de la Roza, entre 1673-1675, para Fernando de Malleza y Doriga, regidor perpetuo de Oviedo. De planta rectangular se articula en tres crujías en torno al monumental patio central.

Consta de dos pisos, bajo y principal, separados por hiladas de impostas. A uno y otro lado del balcón central reclaman atención los blasones de los Malleza-Doriga. Allí nació, en 1786, José María Queipo de Llano, séptimo conde de Toreno, político e historiador. Hoy es sede del Real Instituto de Estudios Asturianos (RIDEA).

La plaza de Juan Díaz Porlier, el Marquesito, es un rincón entrañable donde estuvo el palacio de Alfonso III, a la sombra de la muralla, al lado de la Puerta del Campo que daba salida a la calle San Francisco, en una zona regia y señorial presidida por la catedral; con notarios tan importantes como la iglesia de San Tirso y la capilla de La Balesquida; con testigos tan relevantes como los palacios de La Rúa, Camposagrado, Valdecarzana y Heredia, Malleza-Toreno y casa de los Llanes. Los ovetenses convirtieron este espacio en lugar de paseo, hasta que, con la apertura de Uría, variaron las costumbres y el garbeo se trasladó al paseo de los Curas, al Bombé y a los Álamos.

Hasta finales del siglo pasado mantuvo su estructura ajardinada, con parterres, adornados con setos de bellas formas. Todo el conjunto, rodeado de arbolado proporcionaba gran placer a los sentidos. Lo que, por escasa sensibilidad que se tuviera, parecía misión imposible, lo lograron de un plumazo. Hicieron desaparecer toda la zona verde para convertirla en paraíso del cemento, enterrando la hermosura. Lo único que brilla con luz propia es la escultura de Eduardo Úrculo "El regreso de W. B. Arrensberg". Viajero que, más que regresar a Pilares, ante tanto hormigón y fealdad, está haciendo las maletas para desaparecer, como alma que lleva el diablo, en busca de lindos horizontes.