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La historia reciente de la puerta de entrada al Oviedo redondo

Los domingos de sol, Magdalena es Uría

La calle de la Puerta Nueva, trazada en el siglo XVII y con casas del XVIII, mantiene su fuerza comercial con negocios tradicionales y otros que abren atraídos por el paso continuo de gente

el ecosistema de una calle. Desde la izquierda, el hostal Arcos, el palacio de Vistalegre, Ana María Espina, en el estanco que regenta, y la farmacia De la Vega, en la esquina entre Magdalena y Marqués de Gastañaga. MIKI LÓPEZ

Las mañanas de sol de los domingos, la calle Magdalena es una calle Uría durante tres horas. La animación del Oviedo Antiguo, la plaza del Ayuntamiento y los mercados de El Fontán y el Campillín colman esta calle de ciento treinta metros de largo y poco más de seis de ancho, algo curva en su rectitud, trazada en el siglo XVII, con casas del siglo XVIII, rehechas y recrecidas, que conserva comercios tradicionales y en la que prueban suerte otros nuevos.

La calle Magdalena siempre fue de paso. Prolongó Cimadevilla desde el siglo XIII para la llegada de viajeros y peregrinos. Fue la Puerta Nueva (desde donde corta con Juan Botas Roldán) cuyo arco de entrada se derribó en 1771. El Fontán creció a su costado en el siglo XVIII y el comercio de Cimadevilla se infiltró por ella a mediados del siglo XIX para seguir por la calle Campomanes, un ensanche al que Uría y el tren quitaron parte de su éxito.

Sigue siendo puerta del circuito turístico laico y religioso, de ahí la tienda de souvenirs que abre la calle. Ha perdido otros tráficos. El de vehículos con la peatonalización de los noventa no perjudicó, aunque el microbús soltaba gente. Desde que cerró la estación de los autobuses "El Carbonero" en la calle Padre Suárez hace unos 10 años no entra por aquí la cuenca del Nalón; y desde que el Ayuntamiento sacó las oficinas de gestión de la plaza de la Constitución tampoco hay ovetenses con carpeta que tomen café y pincho entre gestiones. Los jueves y sábados del Fontán no atraen tanto como antes pero el Mercadona mueve al vecindario del casco antiguo, de 9 de la mañana a 9 y media de la noche de lunes a sábado.

Unas quinientas personas recorren Magdalena cada hora, según calcula Pablo Blanco, ovetense de Buenavista, 45 años, dueño de "El último mono", una tienda como de Camden Town o Carnaby Street, con ropa de marca, discos viejos y regalos pop. Pablo viene de la música. A finales de los noventa promocionaba conciertos en "La Santa Sebe", pinchaba en "Chanel" y se hizo con "Turly Discos", en el Postigo. Abrió en 2006 esta "freak shop" en lo alto de Rosal, una calle con muchos jóvenes y pocos comercios en la que descubrió lo que es la soledad en verano. Lleva dos años en Magdalena y sabe que más gente de paso significa más venta. En las mañanas soleadas de domingo tres horas de tajo equivalen a un día de caja, algo en lo que coinciden la estanquera Ana María Espina y Federico Fernández, un cocinero argentino nieto de asturiana que lleva "Güela Mila" desde el pasado septiembre.

La calle comercial, peatonal, estrecha y céntrica tiene unos alquileres en torno a los 1.500 euros al mes.

Calle de alojamiento. Javier Fernández Conde, cura y catedrático, vive en el edificio que da nombre a la calle, el hospital y capilla de la Magdalena. Lo abrió el gremio de los carniceros y dio servicio durante la peste de 1598 que mató a dos de cada tres asturianos. Por la profesora de la Universidad de Oviedo Yayoi Kawamura Kawamura sabemos que la fachada actual es de 1610, que a mediados del XIX tuvo una reforma y que en 1979 se rehizo por entero y se le ganó una planta retranqueada.

Para Fernández Conde la calle guarda un recuerdo entrañable: una noche de 1953, víspera de entrar en el seminario, se hospedó en pensión prácticamente enfrente de donde vive desde hace más de treinta años.

Hace 40 años había más pensiones de paso y alojamientos para estudiantes. Uno de esos pisos para estudiantes lo llevaban Ana y Laína, sobrinas del canónigo de la catedral Eduardo Grossi, en la casa donde una placa recuerda que allí nació el ministro socialista Indalecio Prieto. Las pensiones de estudiantes tenían mejores notas que las de mala nota, como la que había al final de la calle, donde se copulaba de pago. La residencia universitaria que llevaban las monjas del Amor de Dios es hoy -signo de los tiempos- una residencia de ancianos con 65 plazas.

Ahora se puede dormir en la calle Magdalena por menos de 50 euros -a veces por poco más de 30- en el hostal Arcos, dos estrellas, baños renovados, muy bien valorado en booking por su situación y trato.

Vida de pueblo. Para Fernández Conde la calle tiene algo de vida de pueblo. Sabe de qué habla. Nació en La Torre, Pillarno, Castrillón y ha llevado muchas parroquias rurales. Recuerda a la dueña de Zapatos Barón porque "hacía calle" y si se olvidaba el monedero en casa le prestaba cinco duros. Entonces el comercio era muy estable. La sastrería Zarauza, la papelería Norniella, Radio Herz, el almacén de vinos Melquiades, la confitería Niza, Curtidos Geijo, la panadería de Panis... Ahora, los negocios cambian y todos se conocen menos pero el medievalista sabe que en esta calle de la edad moderna alguien le socorrerá si se marea. Como un pueblo, durante años el Bar Aller fue el último refugio de los cantarinos de chigre. También como un pueblo, la calle apenas tiene niños.

Comercio tradicional. Iriarte, que lleva abierto desde 1953, se hizo nuevo hace 15 años cuando se convirtió en "El Antiguo Iriarte". Nini Álvarez llegó recién casada a la tienda de su marido, Juan; su suegra, Milagros, y su cuñada Josefina en 1965. Cuando El Fontán marcaba el comercio de la zona recuerda haber vendido centenares de botas de vino de Las tres Z.Z.Z., desde las de medio litro para la obra, hasta las de 4 litros para el partido. Si llovía un día de mercado los paisanos entraban, cogían uno de los paraguas de 90 pesetas que colgaban de una viga del techo, dejaban un billete de veinte duros, decían "mocina, quédate la vuelta" y se iban. Por difuntos se vendían bolsos buenos porque las mujeres de los pueblos se arreglaban mucho para ir al cementerio.

En la buhardilla de la casa, al final de unas escaleras crujientes y bajo revuelo de palomas, estaba el taller de cuero de Isaac Cosén, el guarnicionero que tenía su tienda en la esquina de enfrente, una puerta encima de dos peldaños y un escaparate con arreos para caballos y cencerros de todos los tamaños. La farmacia Mariano de la Vega estaba especializada en medicamentos para uso veterinario y fue parte de su negocio hasta finales de los noventa cuando se aplicaron en España las cuotas lácteas europeas que acabaron con las pequeñas ganaderías de vacuno. Ahora dispensan medicamentos para animales domésticos.

La farmacia es de las que todavía huele a esa mezcla de productos químicos que evoca el linimento. Está en la esquina al Campillín desde mayo de 1934 pero la tradición boticaria de los De la Vega es anterior. El boticario Manuel de la Vega llegó desde Palencia a Gijón a finales del siglo XIX. Su hijo Mariano, licenciado en 1904, abrió farmacia en la calle la Vega esquina Paraíso, después se trasladó a la casa del Dean Payarinos (Corrada del Obispo) y al 3 de la calle Magdalena, comercialmente mejor. Cuando el caserón fue derribado pasó al 29 de la calle, cinco meses antes de la revolución. Su hijo Mariano llevó la farmacia desde 1953 hasta 2000 y desde entonces tiene al frente a María Antonia de la Vega Múgica. Las cuatro generaciones acaban en ella, casada y sin hijos.

El estanco está en la calle desde 1947 cuando concedieron la venta de tabaco y timbres a doña Fermina, viuda de un médico desaparecido durante la guerra civil en Quirós al cargo de 5 hijas. Ahora su nieta Ana María Espina está al frente de un negocio tradicional que se defiende pese a la muy efectiva ley antitabaco.

El viejo ambiente. En junio del año pasado, llegaron a noticia los escándalos de "La Reinona", que tiene de campana el ruido y el badajo, y de su marido, dos habituales de la calle que acabaron a navajazos con otra pareja. Van y vienen, permanecen, desaparecen, dan voces, están colocados. Magdalena tuvo hasta los años noventa un ambiente ensombrecido por la prostitución residual y la marginalidad de los heroinómanos.

La calle Magdalena parecía deber su nombre a las magdalenas de la calle. Las tenderas debían tener carácter. Nini Álvarez lo tiene y le echó valor y guasa cuando un hombre se le acercó y le dijo:

-Morena, ¿cuánto me pides?

-Cincuenta.

-¿Cincuenta qué?

-Cincuenta mil pesetas.

-¡Hostia!, ¿qué haces?

-Eh, lo extra se paga aparte.

A finales de los noventa las prostitutas eran muy mayores. Una trabajaba por una cajetilla de Winston.

La proximidad del Campillín, la condición de paso y las farmacias atraían también a los heroinómanos supervivientes de los años ochenta, perseguidos por el sida y en el bucle de prisa entre el "mono" y el "caballo". Las farmacias, sobre todo la del centro de la calle, que hacía guardias, despachaban "insulinas" y "tranquimacines" en abundancia. No solían tener problemas.

Pero en otros comercios aprendieron a tener en el tarro de los bolígrafos un destornillador defensivo, una herramienta sin categoría penal de arma blanca. Chema, un policía municipal de treinta y tantos años, alto y eficiente, se convirtió en el héroe de la calle porque se plantaba en un minuto ante cualquier problema.

El palacio de Vistalegre. El palacio del Marqués de Vista Alegre, del siglo XVIII, aloja los espaciosos Almacenes Uría, ocupa toda la calle Juan Botas Roldán, donde tiene viviendas, y alberga el Mercadona de la plaza de Daoíz y Velarde. Ardió durante 15 horas el 25 de febrero de 1980. Su dueño, Alfredo Galán, dijo ante los muros humeantes que era el fin de toda una vida, la ruina de 30 trabajadores que quedan en la calle y la culminación de una racha de infortunio que incluía un derribo parcial de los almacenes, el extraño secuestro a punta de pistola de un año antes que acabó abandonándole en el Naranco y varios robos de importancia en la tienda.

El incendio no fue el fin de nada. Lo reconstruyó todo. Soltero, vestido a la antigua, calzado con unas zapatillas deportivas por problemas de salud, Galán vivía en el hotel Principado. Las noches de Reyes, después de cerrar a medianoche, cuando los comerciantes se reunían en el Bar Aller para cenar, no sacaba la cartera cuando llegaba la cuenta. Al tiempo, era uno de los donantes del párroco de San Juan, Fernando Rubio, para atender a los "ricos pobres" del barrio de Uría. A su muerte aseguró la continuidad del negocio y de los trabajadores.

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