¿Quién lo duda? Todos sabemos que no es el de siempre. Oviedo, no sé si para mal o para bien, ha cambiado. Aquel sentimiento medieval, dieciochesco, decimonónico por obligación, conservado entre alcanfor y muralla, por devoción, hasta hace cerca de dos siglos ha pasado a mejor vida. Por el contrario, el Oviedo Redondo no se resigna a ser historia y pervive en el recuerdo.

Los regidores, allá por Cimadevilla, se niegan a erradicar sus sombras y el Regente se resiste a desaparecer. Igualmente, el magistral, de buen tipo y presuroso andar, jactancioso, coqueto y orgulloso donde los haya, aún tercia su manteo por el Antiguo demandando, no le vale una cualquiera, en confesión a beatas nobles y hermosas que, tras cumplir penitencia, le inviten a palacio en compañía de alto copete. Para mí que debía ser harto entrañable aquel Oviedo de entonces. Varios peregrinos de aspecto harapiento y cetrina tez, tocados con sombrero de ala ancha, pelegrín de piel sobre los hombros, nudoso bordón cercado por manos de negras uñas y escarcela sujeta al cíngulo, se cobijan del chaparrón bajo los soportales de la plazuela entre maconas repletas de verduras recién cortadas en las cercanas huertas de La Vega y Naranco.

Remata la escena en el místico recinto, perfumado por el dulzón aroma a incienso, una abigarrada mancha de madreñas, a la par que los devotos al Hijo del Trueno entonan un desafinado aleluya de gracias, por haber rendido viaje y poder postrarse ante la venerada imagen del Salvador.

Gran derroche sería estar en el corazón de Oviedo y, a imagen y semejanza de aquellos romeros, no dedicar un tiempo a vagar por este auténtico dédalo de callejas, almacén imprescindible de historias y sentimientos que han desarrollado el devenir de Vetusta. Sobremanera si nos ampara un tristón crepúsculo lluvioso, cuando el rumor del agua se asocia con el tañido a vísperas desde el cercano monasterio. Ahora, sin apremio, es el momento de empezar a comprender la pequeña historia de esta gran ciudad encerrada tras la muralla, si bien de ésta apenas guarda restos, a no ser en los ancestrales pasadizos neuronales, memoria viva de aquellos nombres que aún laten entre la carcoma de las techumbres.

Todas las entradas apuntaban al centro del círculo, espacio en donde siempre palpitó Oviedo. Justo allí, donde Fruela puso la primera piedra en honor de San Salvador. Por el Arco de la Plaza se entraba a Cimadevilla y Rúa; por el de San José a los Escorrales; un poco más allá se encontraba el Arco de La Soledad, que penetraba en Ferrería; luego el del Postigo ascendía por Salsipuedes; a continuación el de La Noceda abría paso a la de San Benito; próximo el de Gascona que avanzaba por la del Águila; el Arco de San Juan, por la calle de mismo nombre; la pétrea circunferencia defensiva avanzaba y abría hueco en el Arco de Fortaleza, todavía en la cercanía del palacio de Alfonso III; tan solo quedaba ya, antes de cerrar el perímetro, el de la Calle Nueva que ascendía por la calle homónima, actual Altamirano.

La Plaza, San José, Soledad, Postigo, Noceda, Gascona, San Juan, Fortaleza y Nueva. Bellos nombres que a todos gustan y a los que en 1777 acompañaba un callejero amable que no levantaba rencillas o discusiones: Platería, Carpio, Estanco, Portugalete, Peso, Jesús, Rosal, Matadero, Puerta Nueva, Salsipuedes, Ferrería, Sol, San Benito, Rúa, Vega, Cuatro Cantones, Fontán y San Antonio.

En "Nosotros los Rivero", premio Nadal en 1952, la gran novela que Dolores Medio desarrolla en Oviedo, y que todos los ovetenses debiéramos haber leído, escribe lo siguiente: "Oviedo es una ciudad dormida. Por las calles, estrechas y empinadas, del Oviedo antiguo, envueltas, de ordinario, en espesa niebla, corre un sueño de siglos. Las moradas humildes, de paredes desconchadas por la humedad, se aprietan en torno a los palacios y caserones con fachadas de piedra renegrecida. Unos y otra parecen dormitar constantemente en un dulce letargo. El gris plomizo del cielo ampara el plácido sueño de la ciudad, y la niebla, que la envuelve celosamente, amortigua los ruidos callejeros. El timbrazo violento de los tranvías, el claxon de los coches, las campanas de iglesias y conventos que llaman continuamente a la oración, se quedan enredados entre la muelle niebla, húmeda y pegajosa? Cuando el sol logra desgarrar las nubes y posarse sobre el mojado asfalto, toda la ciudad se esponja y se empapa de sol, con una ancha avidez desconocida en los pueblos de la meseta y del mediodía. Pero el sol no visita con frecuencia esta triste ciudad y el sucio algodón del cielo achata los horizontes envolviéndolos en una campana gris".

¡Cómo no! También menciona palacios y caserones, de los que, Oviedo atesora una buena colección, exhibiendo sus escudos nobiliarios tras la atenta mirada del longevo callejero.

De nuevo, desde la plaza de Alfonso II nos dirigimos a la calle Santa Ana y admiramos parte del conjunto palaciego de los reyes de la monarquía asturiana: el ábside de la iglesia de San Tirso (siglo IX). Único resto visible que se conserva del templo prerrománico original. Cuatro pasos más y nos encontramos en un conflictivo lugar arquitectónicamente hablando: el solar de los Cuatro Cantones, situado entre Canóniga, Santa Ana, Tránsito Santa Bárbara y Corrada del Obispo. Terreno para el que se hicieron varios proyectos sin cuajar ninguno, lugar que muchos creemos debería dedicarse a jardín público, cambio que, a la vez, ampliaría y realzaría la perspectiva palaciega.

Nos encontramos ante el palacio de Velarde, readaptado para museo de Bellas Artes en el último tercio del siglo XX, quizás la obra cumbre del arquitecto e ingeniero candasín, Manuel Reguera (1731-1798). El edificio, de planta cuadrada, exento, de estilo barroco, fue construido, entre 1765 y 1770, para Pedro Velarde Calderón, regidor perpetuo de la ciudad. Para dar mayor prestancia a la fachada principal, acordaron con el Ayuntamiento ensanchar la calle Santa Ana a costa de la calleja de San Tirso (entre San Antonio y Platerías), apenas transitada.

El profesor de Historia del Arte Vidal de la Madrid, en el volumen X de Artistas Asturianos, nos dice que: "La casa consta de cuatro crujías semejantes dispuestas en torno a un patio central columnado y abiertas al exterior mediante sendas fachadas. Cada una recibe un tratamiento individualizado pero destaca especialmente la solución empleada en la fachada principal.

Esta, que es la única realizada completamente de buena sillería, se dispone hacia una calle demasiado estrecha para que pueda lucir con holgura y mostrarse con cierta perspectiva (....) La composición se completa con unos frontones que proporcionan aire cosmopolita y cortesano a la vivienda y una atención singular a la calle central donde se interpretan láminas de Vignola y se da acomodo al espléndido y abigarrado escudo familiar.

El patio, por su parte, se compone de columnas toscanas. Hacia él se abría la elegante solana de la planta superior que ordenaba las circulaciones en el interior del edificio. Desde sus arcadas se accede a la escalera principal de tipo imperial, que se ilumina mediante dos grandes óculos".

Lo ideal, para finalizar este delicioso recorrido sería acercarnos a contemplar otra noble mansión, situada entre las calles Carpio, Oscura y Plaza del Sol: se trata del palacio Inclán-Leyguarda, construido para Álvaro José de Inclán Valdés, regidor perpetuo de Oviedo. Reguera diseñó y contrató la obra más antigua que se le conoce. Señorial residencia de planta trapezoidal debido a las irregularidades del terreno, exenta? ¡Alto, no sigo!

Qué quieren que les diga, al igual que si se tratara de un programa X, ¡exclusivamente para adultos!, no me atrevo a recomendar que se acerquen a contemplarlo. ¡Su visión da grima! Mugre y suciedad por los cuatro costados muestran la desidia total de los responsables de limpieza de nuestro Consistorio. Para colmo, al lado del Ayuntamiento, en una zona tan turística que no puede ser más. Un consejo, cuando enseñen la ciudad a un amigo, no se acerquen a él. ¡Podrían herir su sensibilidad!