El automotor de Ferrocarriles Bolivianos frenó entre chirridos y se detuvo de forma brusca en medio del andén solitario. Desde la ventanilla rajada vi el letrero de la estación: Villazón. Allí hacía falta una mano de pintura y un barrendero, aunque el sol de yunque del mediodía matizaba los tonos de las cosas. Me despedí con alegría del asiento de hule azul desvaído en el que había resistido desde Potosí, en cuyo cerro aún seguían sacando plata, y donde las casas permanecían igual que cuando se habían marchado los españoles siglo y mucho atrás.

La estación, a cuatro mil metros de altitud, daba poco de si, con la hierba naciendo entre los raíles y tres vagones de carga durmiendo su abandono oxidado en una vía muerta. Solo faltaba Ennio Morricone. En un banco al sol estaba sentada una india de edad indefinida cubierta con el típico bombín, de color morado.

El jefe de estación conversaba con el maquinista. Era mestizo, joven, de pelo negro abundante que le salía a borbotones de la gorra rojiza. Amablemente me indicó la dirección de una fonda económica y confortable. Estaba muy próxima, a una cuadra en dirección al puente internacional.

Villazón es un pueblo fronterizo, frente a La Quiaca, ya argentina, de la que lo separa un puente de hormigón al que también le hacía falta una mano de pintura y el consabido barrendero, y le sobraban aduaneros.

Encontré la fonda. Era una casa de planta baja, con el gran patio delantero separado de la acera por una balaustrada. A pesar de la altitud del lugar y del clima extremo habían sabido mantener cierta vegetación. Un indio anciano barría tembloroso las hojas del suelo y entre el verde de la copa de un limonero un guacamayo de plumaje rojo me observaba inquisidor. Me extrañó ver un cítrico a aquella altitud.

Existen cientos de citrus, y uno de ellas es el limonero, citrus limón. Aunque necesitan clima cálido y soleado, en Asturias, a poco cuidado que se tenga,-mantenerlos a salvo de las heladas y no plantarlos con orientación Norte-, viven y fructifican sin dificultad, produciendo limones muy aromáticos, aunque de corteza gruesa. Salvo algún ataque de cochinilla no suelen tener problemas especiales, y producen casi todo el año. Al ser de hoja perenne siempre visten el jardín, y las virtudes de esta fruta son de general conocimiento. Solo exigen pequeñas podas para retirar chupones y conducir la copa al gusto. Personalmente me encantan los árboles de jardín que también son útiles en la cocina.

El patrón, con sonrisa falsa y bigote recortado a la manera de los años cincuenta, comentó que "resién" había quedado libre una habitación, aunque me dio la impresión de que yo era el único cliente.

"Amaru, lleva al señor al apartamento dos", gritó el recepcionista gerente. El indio viejo cesó en su labor de limpieza, se acercó renqueante, agarró mi bolsa de viaje y se dirigió a una de las puertas del patio sobre la que se veía sin necesidad de guía un "dos".

El apartamento no era otra cosa que un cuarto con lo imprescindible: cama, mesa, ventilador en el techo, y wc con ducha que vertía el agua directamente sobre el suelo. Dado mi estado comatoso tras las horas de tren por el altiplano reseco me pareció el Palacio de Oriente. Sobre la pequeña mesa un letrero decía: "Disfrute de nuestras bebidas refrigeradas". Tras una ducha reparadora me acerqué a recepción. Seguía el calor. Pedí una cerveza fría; era de marca "Inca". Me senté a beberla en el patio. Amaru, el indio jardinero, arreglaba un seto. Le pregunté cómo conseguían que en aquel clima tan extremo viviese un limonero.

Me miró con altivez, y respondió: "Mi tatarabuelo fue cacique en la reducción de San Miguel hasta que la destruyeron los portugueses. Yo he heredado su rango y su conocimiento. Me han dicho que los españoles y los portugueses ya no están en guerra. Es hora de que arreglen lo que estropearon en San Miguel, llevo toda la vida pasito a pasito, esperando."