"Está dentro Eloy, joder. Es Eloy". El grito de rabia de aquel bombero con la cara llena de ceniza negra había que escucharlo: seco, cargado de desesperación, impactante. Si aquel hombre no rompió a llorar fue porque tenía otra cosa mejor que hacer: ayudar a los compañeros que, como él, se estaban jugando la vida.

Eloy estaba dentro, pero no tenía que estarlo. Ayer era su día libre, una jornada para pasear por Pola de Siero, o para hablar con sus dos hijos o, simplemente, para reforzar su pasión motera.

Decir que Eloy no contaba con la llamada que lo cambió todo seguramente sería faltar a la verdad. Estos valientes siempre esperan una llamada así. Y siempre la atienden. Y van. Y si tienen que entrar, entran. Como hizo ayer Eloy. Como lo haría mañana.

Porque mientras los curiosos grababan las llamas que salían por la ventana con sus teléfonos móviles para colgarlas en las redes sociales, esta gente se peleaba cara a cara contra ellas para derrotarlas. Porque mientras los vecinos observaban desde abajo, angustiados, el exuberante esqueleto de un edificio hueco, esta gente buscaba en él a su propio compañero. A su propio amigo.

Por eso la frase de aquel bombero cuando caminaba solo hacia una de las entradas del inmueble, cabeza gacha, empapado de sudor. "Está dentro Eloy, joder. Es Eloy". Nadie le escuchaba. Tampoco lo pretendía. Fue una manera de liberar lo que tuviera dentro un tipo al que se le acababa de morir un compañero mientras trabajaba. Fue una descarga necesaria, una descarga humana, quizás el único remedio para evitar ponerse a llorar.

Para entonces, después de siete horas de fuego y de tensión, el olor a quemado era ya familiar en toda la ciudad, de La Gruta al Palacio de los Deportes. Una enorme cortina de humo emanaba del corazón de Oviedo y convertía un día gris en una jornada negra de banderas a media asta, de conversaciones sobre la dirección del viento y las ganas de lluvia, un día que se torció de forma cruel hasta tornar en tragedia.

Porque, en realidad, todo estaba controlado a las 16.15 horas de ayer, cuatro minutos antes de la explosión que trajo el luto. En ese momento, las autoridades se lamentaban con los periodistas de los desperfectos en un edificio histórico lleno de oficinas: un despacho de abogados, la sede de la Federación Asturiana de Concejos (FACC), la sede de la Red Asturiana de Desarrollo Rural (Reader)... En medio del canutazo, un enorme estruendo obligó a todos a desviar nuevamente la vista al alto. "Ostras", soltó el alcalde, Wenceslao López (PSOE). Algo había pasado, pero desde allí, desde la calle Melquíades Álvarez, en la parte trasera del edificio, no se veía lo que realmente era: se había derrumbado la estructura interna del inmueble.

Todos esprintaron hacia Uría, desconcertados, y cuando vieron los escombros que había en el suelo las caras inmediatamente palidecieron. Había dos bomberos dentro en el momento del derrumbe. El caos. "Ay mi madre", resopló un chaval con un peto amarillo fosforito. Era uno de los tres en prácticas que permanecía en primera línea junto a los mayores de los servicios de emergencia, camilla preparada y temor en su rostro.

La calle, la más comercial de la capital, se convirtió rápidamente en una especie de zona cero con camiones de bomberos, ambulancias, policías corriendo de un lado para otro, jefes con corbata y peto y un montón de miradas perdidas, de lamentos, también de resignación e incluso de indignación. Hubo quien, en el fragor de la indignación, se planteó cosas que no correspondían: que si se confiaron, que si por qué entraron bomberos en un edificio de madera que llevaba horas ardiendo, que si el número de efectivos en la ciudad es corto, muy mayor y está hasta arriba de horas extras o que si tardaron tiempo de más en avisar a los refuerzos del resto de Asturias. Vecinos y políticos buscando porqués a destiempo para contener su pena y tener una explicación a la que acudir.

El día que ardió el corazón de Oviedo, la calle Uría, recordó en parte a Nueva York a pesar de la mucha distancia, muchísima distancia, que hay con aquella jornada fatídica que no hace ni falta mentar. Ya viene a la mente sola: ahí está la gente mirando hacia arriba, las sirenas de las ambulancias atronando, la fila de camiones de bomberos, los agentes con la cara cubierta de ceniza, los perros de la unidad canina olfateando todo y un caos en tiempo real que nadie, ni el gabinete de crisis instalado en primera línea con el Alcalde, concejales, asesores, policías y bomberos, podía detallar. Los síntomas de una tragedia suelen ser los mismos independientemente de su magnitud.

Hubo un resoplido en el ambiente cuando, cinco minutos después del derrumbe, tres bomberos rescataban al primer compañero, que se agarró a la barandilla del balcón como pudo antes de ser evacuado. Tenía el fémur roto y la ceniza le cubría su barba de tres días, pero movía los ojos y las manos. "Tranquilo, tranquilo", le decían los especialistas mientras le introducían en la ambulancia. Si le hubieran dejado, seguro que habría vuelto a entrar para ayudar.

Eso fue a las 16.31 y lo que siguió fue una hora de angustia total. A los periodistas los sacaron de la primera línea para que no entorpecieran un dispositivo que se llenaba de vehículos y de malos presagios. Las baterías de los teléfonos móviles aguantaban como podían a tanta presión y en las caras de los agentes se empezaba a vislumbrar que la cosa pintaba mal. Ceños fruncidos, manos a la cabeza y rostros de rabia precedieron a una imagen demoledora: una camilla saliendo de la ventana de la fachada. El cuerpo de Eloy estaba tapado por una sábana blanca. El anuncio oficial lo dio, al poco, el delegado del Gobierno en funciones, Gabino de Lorenzo, en mitad de la calle.

Las caras de los representantes políticos fueron entonces un poema: la del consejero de presidencia, Guillermo Martínez; la del alcalde, Wenceslao López, la del edil de Seguridad Ciudadana, Ricardo Fernández, la del resto de concejales presentes de los cinco partidos del Ayuntamiento.

Fue un incendio que empezó en nada y en nada se propagó: una chispa que de pronto se convirtió en llamas saliendo por la ventana y devorando en minutos todo lo que había en su interior.

Allí se fue Eloy, un tipo de 56 años que salió disparado del gimnasio para llegar a un edificio en llamas, meterse dentro y ayudar. No tenía que estar allí. Pero estaba. Dando ejemplo.