Las cosas en caliente. Yo no quería morir sin conocer Tánger, la ciudad en la que se emborracharon, hicieron el amor, fumaron grifa, rieron, discutieron, trabajaron, es decir, vivieron a corazón abierto, Tennesse Williams, Truman Capote, Bárbara Hutton, William Burrough, Matisse, Bertolucci, y un regimiento más de tipos como ellos.

La ropa mínima, el neceser, algo de dinero (poco), el pasaporte, un libro de Bowles, y la pequeña Olivetti (aún no existían los ordenadores portátiles). Todo dentro del Seat 850. Pasaba algo de las cinco de la mañana cuando salí de Oviedo. Era un lunes de mayo. Hacía frío. Al día siguiente a últimas hora de la tarde, tras dejar el coche en un aparcamiento de Algeciras, subí al barco.

Anochecía cuando el Mercedes viejo de un taxista enloquecido me subió por unas callejucas llenas de gente hasta el portalón del Hotel Continental de Tánger. Desde el gran patio se veían, allá al Norte, las luces del Estrecho. Entre los clientes del hotel ya no había oficiales de la Wehrmacht ni agentes aliados; ni por sus pasillos transitaba la amante de Greta Garbo; ni Churchill se encharcaba de whisky en el bar. Pero el Continental, anclado encima del puerto como una fortaleza, y lleno del encanto de la decadencia, quizás por ello, seguía manteniendo toda la magia. Y a muy buen precio.

Me sirvieron dos cervezas y un buen sándwich en una de las mesas de la terraza, con las luces de los barcos en medio de la noche. El camarero vio mi libro de Paul Bowles sobre la mesa y me dijo que era un buen cliente del bar del hotel y que vivía cerca, pero que hacía tiempo que no pasaba por allí. Le costaba ya caminar, era muy mayor. Y en aquel momento se me ocurrió. Le pregunté si sabía su dirección y si me la daría. Para reforzar mi petición decidí mentir: le largué que yo también era escritor, cuando no paso de amago. El chico me apuntó en una servilleta el domicilio de Bowles, y me explicó como llegar. No era lejos, apenas unas calles más arriba.

A la mañana siguiente lo primero fue visitar la medina, rodearme de mercaderes, chilabas, olores, voces y colores alucinógenos. En uno de aquellos garitos compré té, jabón y nueces, uno de mis frutos secos favoritos.

Hasta bien avanzado el siglo XIX la nuez del Juglans regia, o nocéu, fue un importante producto asturiano de exportación, caracterizándose las nuestras, pequeñas y oscuras, por su excepcional sabor. Les casadielles, para que sean de pegada, a la fuerza deben ser preparadas con nuez del país. Tienen fama las de Infiesto.

El árbol es grandón, frondoso, poco amigo de la poda y de los lugares ventosos, y puede obtenerse directamente de la siembra de una nuez de año. El suelo, profundo y no encharcadizo. En cuanto a sus virtudes, este fruto del cielo parece haber sido creado para las enfermedades de nuestra época: problemas cardiovasculares, colesterol y tensión, todo ello derivado de su riqueza en grasas poliinsaturadas.

Las infusiones de hojas son antifebrífugas, y beneficiosas para personas con diabetes. Y de la excelente calidad de la madera poco hay que decir.

Dejé la compra en el hotel, comí en un bar de la Avenida de España, me armé de valor, y tiré para el domicilio de Bowles. El susto fue total. Era un edificio gris de pura barriada, con cuatro plantas, despintado. No recuerdo si vivía en el tercer o cuarto piso. Por una escaleruca estrecha ascendí hasta la vivienda. Me detuve ante una puerta verde, con necesidad de pintura como todo, inspiré profundamente, puse el dedo en el timbre negro de calamina... y no me atreví a pulsar.

Rápido, con miedo a que me descubrieran, bajé hasta la calle. Y de allí al hotel. Pedí una cerveza en el bar, la subí a la habitación, cogí unas cuantas nueces de la bolsa, saqué mi pequeña Olivetti del estuche, metí un folio en la máquina mientras sonaba la sirena triste de un barco, y tecleé el título de un artículo: "En casa de Paul Bowles".