El catedrático de Historia Medieval Juan Ignacio Ruiz de la Peña Solar, asturiano a fuer de carbayón, hizo ciudad y país como pocos en el último siglo, con dos virtudes capitales y en su caso acusadísimas: inteligencia y pasión. Y ejerció desde una patria sublime y al tiempo humana, demasiado humana, como lo es la Universidad de Valdés Salas y de Leopoldo Alas que, a veces madrastra, no le concedió el honor de ser catedrático emérito.

Liberal por convicción y práctica, católico de familia y creencias, sabio por esfuerzo y saga, progresista de resultas de la conciencia y los conocimientos y paisano a cuenta de su bonhomía y sentido común, Ruiz de la Peña, fallecido ayer a los 75 años tras una larga enfermedad respiratoria, fue discípulo y maestro de forma simultánea a lo largo de toda su vida, que resultó corta quizá porque, estoico, nunca cuidó la salud lo suficiente.

Los Ruiz de la Peña llegaron a Asturias desde Burgos a partir de don Ignacio, canónigo organista de la Catedral. Una doble condición que aparece a lo largo y ancho de la extensa familia y de la biografía personal del profesor recién fallecido. Músicos de gran nivel artístico y creyentes con sólidos fundamentos doctrinales.

Estudió con doña Ramonina, en una escuela que estaba al inicio de la cuesta de la Vega, y después hizo el ingreso de Bachillerato en 1951 en el colegio Hispania -un centro privado que no dependía de una orden religiosa-, en la entonces calle del Matadero, según la denominación popular, ahora marqués de Gastañaga. Cursó Derecho en la Facultad de la calle San Francisco, logró el premio extraordinario de Licenciatura, se doctoró en 1967 también con las máximas calificaciones -dio clases de Historia del Derecho durante tres años-, y con esa formación -estudió después Filosofía y Letras- se convirtió en un gran medievalista, una verdadera referencia nacional, de la mano de su maestro don Juan Uría. Al modo anglosajón, la formación académica específica no condicionó el desarrollo posterior. Lo mismo vale para otros jóvenes condiscípulos, muy destacados, de su misma generación, como Vidal Peña, que también hizo Derecho y después siguió por el mundo de la filosofía con Gustavo Bueno o Juan Cueto, igualmente jurista y con el tiempo periodista y comunicólogo. Todo dependía de los maestros y de planteamientos abiertos tanto en las instituciones como en la sociedad. La formación de Ruiz de la Peña al lado de Uría fue plena, al modo universitario tradicional, hasta tal punto que calificar su relación de paterno filial no sería exagerado. Vivían en Valentín Masip, en el mismo edificio. Don Juan se proyectó en un amplísimo abanico de inquietudes, materias y temas, y ahí aprendió Ruiz de la Peña que la historia es infinita sin por eso despreciar las especializaciones.

La música siempre estuvo presente en el hogar de los Ruiz de la Peña, en un edificio racionalista que hacía esquina entre Gascona y Víctor Chávarri. Don Luis, su padre, era un destacado músico, compositor y profesor, de rectos valores y fuerte carácter que heredaron sus hijos. El mayor, Juan Luis, sacerdote, pudo desarrollar una brillante carrera como organista pero la hizo, muy destacada, como teólogo. El pequeño, Álvaro, también profesor en la Facultad de Letras, tuvo también la suerte de contar con un gran maestro, el rector y jovellanista José Miguel Caso. Es fundamental recordar las sagas familiares y profesorales a la hora de abordar la personalidad y la obra de Juan Ignacio Ruiz de la Peña.

El grupo de Uría se reunía en la tertulia de Casa Noriega, en los bajos del palacio de Valdecarzana, en la plaza de la Catedral. Allí nació un movimiento de protesta frente al derribo del convento de Santa Clara, ahora Delegación de Hacienda. No era una pugna más. Los grupos modernistas -la Falange lo era a su modo- querían derribar ese enclave de ecos clericales; los sectores asturianistas valoraban la historia y el arte en sí mismos, por mal que estuviese un edificio. Los modernistas vencieron, pero no convencieron. Los clarisos, así fueron motejados, mantuvieron encendida la llama del arte y de la asturianía. Tras la muerte de Ruiz de la Peña, sólo queda uno de aquel grupo ilustrado y valiente, Emilio Marcos Vallaure, durante décadas director del Museo de Bellas Artes de Asturias. Una lección de ciudadanía, nunca suficientemente reconocida, que siempre recordaron con orgullo, con el tiempo bajo la dirección de Joaquín Manzanares, cronista oficial de Asturias.

Eloy Benito Ruano, creador de la sección de Historia de la Universidad de Oviedo, fue el maestro más caracterizadamente académico de Ruiz de la Peña. Se tenían devoción mutua. Años después, ya secretario perpetuo de la Real Academia de la Historia, siguió enlazado con Oviedo a través de Ruiz de la Peña y de los vínculos realmente familiares que mantenían por encima incluso de los profesionales.

En los años ochenta fue vicerrector con el rector Alberto Marcos Vallaure. Protagonizó en ese tiempo un movimiento renovador en la Universidad de Oviedo, masificada y con graves carencias. Aquellos jóvenes profesores, idealistas y al tiempo con los pies en el suelo, respondían al perfil del propio medievalista. El alma mater crecía de forma exponencial, fue un tiempo de dificultades e ilusiones. Las clases de Ruiz de la Peña eran intensas y redondas. La claridad de exposición del maestro respondía a una inteligencia privilegiada y a una sólida formación, ya que presentaba saberes sobre los que había investigado personalmente, no como hacían otros profesores, lamentablemente, con tendencia a hablar de oídas. En el año 2008 fue nombrado director del Real Instituto de Estudios Asturianos (RIDEA), que tanto había denostado por el veto implícito que desde esa casa siempre le habían dedicado a Uría. Quizá ese paso le distanció de alguno de sus compañeros de aventura asturianista. Y más allá de las letras le entusiasmaba el ciclismo hasta la locura. Estudió las polas, el comercio medieval y las peregrinaciones, entre otros muchos temas. Siempre original y fiable. Detestaba a los arribistas y tenía en la punta de la lengua el término badulaque para tachar a las personas sin peso específico. Juan Ignacio Ruiz de la Peña estaba casado con Isabel González. Tenía tres hijas de las que estaba muy orgulloso: una, profesora en la misma Facultad que su padre y las otras dos, registradoras de la propiedad. Admiraba a Alfonso II el Casto.