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Gadow, perplejo en Pajares

En el libro "Por el norte de España", el naturalista relata su entrada en Asturias y la cacería en la que esperó horas por un montero l Se marchó y nunca más regresó

El naturalista Hans Gadow (1855-1928), ilustre viajero y científico nacido alemán y nacionalizado inglés, instruido en las universidades de Fráncfort, Berlín, Jena y Heildelberg emigró muy joven a Inglaterra para iniciar su vida profesional en el departamento de Zoología del Museo de Historia Natural de Londres. Posteriormente sucedió a Osbert Salvin como Conservador de la Colección Strickland de la Universidad de Cambridge, y llegó a ser profesor de Morfología de Vertebrados.

En 1884, adquiere la nacionalidad inglesa y contrae matrimonio con la hija de un profesor de Cambridge. Dedicó gran parte de su vida a observar aves, anfibios y reptiles en su medio natural; sus trabajos marcaron un hito en el conocimiento de la zoología. Para profundizar sus conocimientos, en compañía de su mujer, realizó extensos viajes por México y España. De su recorrido por nuestro país, publicó, en 1897, un interesante y divertido libro titulado "Por el norte de España".

Quizás, conociendo su dilatado bagaje intelectual, aguardásemos una mayor aportación naturalista entre sus líneas. Sin embargo, debido a su formación humanística, Gadow alcanza notables descripciones de las vicisitudes viajeras que a través de la geografía norteña le van sucediendo; siempre aportando su visión desde diferentes puntos de vista: antropológico, etnográfico, histórico y lingüístico.

¡Imagínense! Un científico educado con la característica rigidez germánica, con el agravante de estar consolidada por la británica, viaja a España a finales del siglo XIX, con una mente programada para la investigación, intentando conocer y comprender un país de pícaros y vagos con un porcentaje sobresaliente de analfabetos, los cuales se multiplican en los lugares más apartados de las ciudades, sin afirmar con ello que estas fuesen destacados recintos culturales, salvo en escasos sectores de aquella sociedad decimonónica. ¡Pobre, para echarse a llorar después de volverse loco!

En su periplo visita la parte de Cantabria cercana al río Deva, dedica unas jornadas a la caza del rebeco en los alrededores de Potes, en plenos Picos de Europa. A continuación prosigue por Riaño, Boñar y León, y en el capítulo IX, llega a Busdongo, pueblo que de aquella reunía unos cien vecinos, con la mayoría de sus construcciones de adobe. No existían los hórreos y, mucho más llamativo, no tenían raquetas de nieve a pesar de que en el invierno su espesor llegaba a los tejados. Tan copiosas precipitaciones les obligaba a cavar túneles a través de ella para sacar el ganado a abrevar o desplazarse de una vivienda a otra. A sus habitantes poco parecía importarles la cuestión de la enseñanza. Y en qué lamentables condiciones la encontraría que le llamó la atención la escuela con suelo de tierra, negras paredes y escasa luz, en la que se encontró al alcalde intentando tapar unas grietas por la que penetraba el crudo invierno.

Harto estaba de los recibimientos de las amas del cura en cada lugar que llegaba: viejas, jóvenes, feas o bien parecidas -éstas últimas, las llamadas "sobrinas"-, todas ellas, con la disculpa del rezo, trataban de impedir el encuentro. Al final quien atendía al padre Fernández, en este pueblo de la montaña leonesa, resultó ser su madre. ¡Tipo curioso este cura! Fanático del cristianismo -ante el anglosajón no se ruborizaba ni reprimía la lengua para maldecir a los ingleses y pedir al Creador que iluminase a los irlandeses- y, gracias a que pocos días antes había matado su primer rebeco, gran aficionado a la caza. No dudó lo más mínimo a la hora de acompañarle al pico La Peña. En su ascensión impartió una magistral lección de escalada a diferentes y abruptos riscos. Trepando descalzo con la ayuda de pies y manos sacó buena ventaja al señor Gadow.

No sé si al cura cazador le apasionaría la charla descriptiva que, ladera arriba, iba manteniendo el bueno de Hans; tanta belleza junta impactó en su mente y quiso compartirla conversando sobre ella: enorme valle rico en prados y bosques por el que avanzaban rodeados por todas partes de tojos floridos, enebros enanos, arándanos silvestres, retamas, brezo blanco y rojo, helechos, campanillas y hayas. Después de unos días observando sus ancestrales costumbres subió al tren y, tras atravesar el túnel de La Perruca, antes de posarse advirtió con júbilo la majestuosa panorámica que se desparrama al otro lado de la cordillera. Realizó media hora de caminata desde la estación hasta el pueblo de Pajares, lugar que aconseja como "ideal" para instalar un buen balneario. La fonda de Lotario estaba situada entre una hilera de casas blanqueadas, por encima del pueblo. Cuenta que el lugar, con tanto tráfico, había conocido tiempos más prósperos, especialmente la posada, pero con la llegada del ferrocarril el porvenir cambió para peor.

De lo primero que se entera nada más posar el equipaje, es de un acontecimiento que había alterado la vida en el pueblo varios años antes, cuando una tremenda avalancha que cayó durante la noche sepultó a trece personas y destruyó media docena de casas situadas en un extremo de la villa.

Otro hecho a reseñar, acaecido unos días antes de su llegada, según le cuentan fue así: un real huésped, el príncipe Enrique de Prusia, había desembarcado en Vigo para dirigirse a León y, en un carruaje especial, se trasladó hasta Pajares acompañado de su séquito. Con un numeroso grupo de lugareños, a modo de guías, ascendió por aquellas enriscadas cumbres.

Mala suerte tuvieron porque de pronto sobrevino una espesa niebla que despistó al grupo del príncipe, extraviado con su séquito hasta la caída de la noche. Ellos gritaban desde lo alto de la montaña.

Los guardias civiles que habían acudido para protegerle respondían desde el lado opuesto. En cuanto lo rescataron, en su mismo carruaje, regresó a la estación y se marchó. Otros aseguran que aún estuvo cuatro jornadas más; el caso es que ¡jamás volvió!

El cura de Pajares, aficionado a libros y periódicos, era un hombre que se salía de la norma, resultaba demasiado erudito, no tenía afición a la caza y su sobrino ni siquiera tenía escopeta. Siendo así, ¿cómo Hans iba a conseguir una buena partida de caza? Menos mal -esto fue lo que terminó cruzándole los cables- que una tarde apareció Celestino, el gran cazador; al menos así se presentó. Al amanecer del siguiente día salieron de cacería, con unos amigos, todos bien equipados.

A las cinco de la mañana el cazador silbó debajo de su ventana y acto seguido, con parsimonia, se fue a desayunar. Regresó dos horas más tarde proclamando que su imprescindible amigo aún no estaba listo ya que había tenido que buscar el perro. "No le agradó verme, pasadas las ocho, con cara de pocos amigos", explica. ¡Qué culpa tenía él de que su acompañante estuviera arreglando el carro! "A pesar de mis ruegos, ni a bien ni a mal quiso partir hacia el monte; ni el mejor tirador, ni los demás estaban listos. ¡No se preocupe!, pronto vendrán". Harto de aguardar, arma al hombro, echó a andar él solo.

Al cabo de una hora llegaron cinco cazadores con un chucho de treinta leches, único ayudante canino, habituado a rastrear huesos. Penetraron por un cañón sembrado con deformes peñascos. Al frente, por su parte alta, perezosamente, ramoneaba un rebaño de rebecos. Como cada montero quería imponer su opinión de cómo debía realizarse la batida y, por supuesto, ninguno de ellos quería hacer de batidor, se enzarzaron en violenta discusión. Menos mal que dos de ellos cedieron y, llevando al perro del ramal se dirigieron ladera arriba, por el espolón de la derecha. El resto harían otro tanto por el de la izquierda. Si el comportamiento venatorio ya fue malo en el comienzo, no podía ser más anárquico el final. Los unos se adelantaron a los otros y dispararon sin acertar en la diana. Total que los rebecos se fueron muertos de risa sin haberles cortado el pelo.

Seriedad, formalidad y puntualidad, sin duda, eran reglas que no conocían estos lugareños. El inglés estaba convencido de ello. Más, cuando al cabo de unos días el dueño de la posada se comprometió a subir su equipaje a la estación en un carro tirado por una pareja de bueyes. Envió una sirvienta a buscar los animales de tiro y regresó sin ellos.

Al día siguiente allí estaban uncidos pero no había carro, ni tampoco se encontraban los dos hombres a los que iban a ayudar. Como el tiempo apremiaba no les quedó más remedio que subirlo ellos mismos con la inestimable colaboración de un muchacho y una mujer, quien llevó la maleta más pesada. A la hora de despedirse, Lotario, con sentimiento de culpa, se limitó a ensayar un gesto con la mano desde la distancia. Así finalizó la estancia de Gadow en este hermoso pueblo.

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