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El legado californiano del indiano

La tercera generación de la familia Ortea posiblemente será la última que recoja el testigo hostelero de una tradición que comenzó en 1923, al regreso de América de José Ortea

José Ortea, de joven en California.

La historia del restaurante-bar Ortea, en Tudela Veguín y fundado en el año 1923, está estrechamente ligada a la de la emigración asturiana de principio del siglo pasado. También es un ejemplo de perseverancia, ya que desde su fundación siempre estuvo regentado por la misma familia, los Ortea. Ahora tras la barra está la tercera generación, pero posiblemente con ella y en pocos años se termine la historia del Ortea. Una pena, pero tiene toda la pinta.

Todo empezó con José Ortea, natural de Limanes, que un buen día se enamoriscó de una rapaza de buen ver de Tudela Veguín, con la que terminó casándose. Pero corrían malos tiempos y para buscar un futuro mejor a su familia, ya tenían un hijo, el joven Ortea ni corto ni perezoso decidió emigrar a Estados Unidos en busca del sueño americano.

Y no le debió ir mal, recordó su nieto, Ángel Rodríguez Ortea, tras la barra del vetusto establecimiento, que continúa guardando el encanto de cuando se inauguró. El caso es que unos años después, el indiano José Ortea que ya había amasado buenos dólares, decidió regresar a Tudela Veguín para llevarse con él a su mujer y a su pequeño hijo.

El plan era bueno y el futuro esperanzador en la cálida costa del Pacífico de Estados Unidos, en California. En el primer viaje que hizo a Asturias para llevarse a su familia se encontró con su madre gravemente enferma. La decisión no fue difícil. Vamos, que se quedó.

Ante la pujanza económica que en aquella época tenía Tudela Veguín decidió abrir un café de los de la época, al modo de los que había en los casinos de las ciudades burguesas y en las capitales de provincia. Su inauguración fue todo un acontecimiento social, ya que no sólo no había otro igual en toda la zona sino que contrastaba con las humildes tabernas propias de la Asturias rural de aquellos años.

En resumen, se convirtió en el casino que entonces no había en Tudela Veguín. Pero no sólo eso. El joven indiano aplicó a su negocio las ideas empresariales innovadoras y también la forma de trabajar que había aprendido en Estados Unidos. Dio en la diana. El bar poco después se convertiría también en restaurante, más un salón de baile y tienda de ultramarinos bien surtida.

Todo esto junto hizo con que el negocio empezara a subir como la espuma de la cerveza que José Ortea había visto salir de los novedosos grifos de los salones californianos, le obligó a contratar cocineras, camareros y orquestas. Después, con el paso de los años, el declive económico de la localidad marcó también su ocaso.

"A la muerte de mi abuela lo heredó mí madre, y después pasó a mí en el año 1981", comentaba nostálgico Ángel Rodríguez Ortea, mientras se acordaba cuando siendo un crío ya trabajaba los lunes en el bar del salón de baile "rellenando de destilados las botellas que se habían vaciado el fin de semana anterior".

Entonces había más de tres mil habitantes, veintiocho bares, tres cines y lo que es más importante, una pujante industria. La cementera de los Masaveu estaba ya en plena producción, igual que una empresa de hidrocarburos, un calero, serrería industrial, hornos de cock, una cerámica, canteras y también minas.

Una actividad industrial que atrajo a muchas personas, para las que se construyeron las barriadas de Veguín y de Anieves. De todo aquello quedan ahora unos setecientos habitantes y seis bares. El más antiguo y con más glamour sigue siendo el Ortea.

"Siempre tuve claro que no debía cambiar la estética del establecimiento, aunque con el paso del tiempo recurrí a las imitaciones para renovar algunos elementos, como la escayola, los apliques, el mobiliario, pero siempre con la idea de mantener la esencia que siempre tuvo. Y por eso este bar tiene tanto encanto", explicó Ángel Rodríguez, el digno heredero del fundador.

Y como ahora el pueblo está como está y el bar no da para mucho, su mujer, Chefi Bobes, que se desenvuelve con soltura entre los fogones, apostó por la comida tradicional. Fue otra forma de emprender pero mirando hacia atrás. Fabada, pote, cebollas rellenas y tarta de almendra casera forman el grueso de la carta.

"Me da pena, pero posiblemente el bar cierre con nosotros, porque tengo 61 años y la jubilación está cerca. Mi hijo es ingeniero informático y no hay nadie que nos suceda", comentó un nostálgico y tranquilo Ángel Rodríguez. Ese día, se cerrará un capítulo singular de la historia de la hostelería del municipio ovetense.

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