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El Loyola siempre llama dos veces

Un grupo de antiguos alumnos, que desde 1993 se reúnen todos los meses a comer, regresan por un día al colegio donde cursaron el Bachillerato en los años sesenta

En esta ocasión la comida mensual se celebró en el propio colegio Loyola. j. n.

Oviedo, Javier NEIRA

Casi cincuenta años después, un nutrido grupo de antiguos alumnos del Colegio Loyola de Oviedo -institución de los Padres Escolapios- regresó a las aulas donde habían hecho el bachillerato y, después, celebró un almuerzo de hermandad en el propio centro de enseñanza. No hubo lágrimas, al menos a la vista, pero sí mucha emoción y mil anécdotas revividas como un toreo de salón, allá por 1968 y a cargo del ahora abogado Manolo Fuertes Tuya, que hizo leyenda. Un gran día para pequeñas historias personales.

La novedad fue la vuelta a los orígenes no la reunión a mesa y mantel ya que el grupo indicado lleva 23 años comiendo una vez al mes, sin falta ni tacha, en el restaurante La Cuadra de Antón. Lo habitual es reunir entre treinta y cuarenta viejos escolares, cada primer miércoles de mes. En esta ocasión, la cifra saltó hasta 60 veteranos del Loyola -el colegio tiene mucho tirón, no hay duda- a invitación del director, y antiguo alumno, Heriberto Fernández.

El núcleo del grupo está formado por los que cursaron Preu en 1969. Pero con el tiempo se han ido sumando otros cursos. La estrella siempre es Miguel Sánchez, un formidable atleta ya entonces y que fue el ayudante de Vicente Miera de la selección española de fútbol en Barcelona 92: medalla de oro olímpica. Sigue recibiendo felicitaciones de sus compañeros.

Acabadas las horas lectivas de la mañana, con el colegio semi vacío, la cita se fijó a las dos y cuarto de la tarde. Las comidas mensuales se convocan siempre, con apenas el apoyo de algunos SMS, correos y Whatsapp. Sin más. El pasado miércoles fue igual, con el cambio de coordenadas solamente. Y llegaron sesenta nostálgicos, guiados por el GPS del corazón y los recuerdos.

Concentración en el patio, contiguo literalmente al monte Naranco que estallaba de verde, donde aún jugaban al voleibol algunos niños y niñas -en la época de los veteranos el colegio no era mixto así que no asistieron al almuerzo unas veteranas imposibles- y alguno se acercó a la cancha cubierta, la primera de Asturias, allá por los primeros años sesenta del siglo pasado ¡y en un colegio privado!, para tentar y tantear canastas sin defensa con un pésimo resultado. Los años no perdonan.

Y recorrido de reconocimiento por el primer piso del edificio, donde estaban y están las aulas -así que gran escenario de miles de horas de estudio y travesuras- con una doble constatación, según comentaban unos y otros. Por un lado la sensación muy agradable de estar en casa, entre unas paredes donde se vivieron años tan intensos como importantes en la vida de cada cual. Por el otro, la comprobación, con la consiguiente extrañeza, de que todo sigue igual. El mismo suelo, formado por pequeños hexágonos en las aulas, las mismas ventanas, idénticas losas en la larguísimo pasillo -donde más de uno, como confesaba, pasó horas y horas de pie castigado- las puertas de siempre, incluso las manillas y en general la fábrica del edificio y buena parte del mobiliario. La explicación es sencilla y edificante. El grueso del colegio se construyó en los primeros años sesenta, precisamente cuando los reunidos cursaban el inicio del bachillerato, por impulso del rector, del padre Marciano. Un crédito de una caja de ahorros aragonesa fue la palanca. Y se levantó tan bien, con tanta seriedad y calidad, que más de cincuenta años después está nuevo. Pasarán otros cincuenta años y seguro que se podrá decir lo mismo.

Juan Tresguerres, arquitecto, comentaba esa circunstancia, "las cosas bien hechas son al final más baratas porque duran en perfecto estado muchísimo tiempo". Tresguerres tiene quizá el mejor expediente de la larguísima existencia del Loyola. Una suma de matrículas impresionante. No hay comida en la que algún compañero no se lo recuerde entre admirativo y guasón.

Foto en la capilla -en realidad una iglesia enorme- y a comer sin discursos ni ceremonias. Aquí y allá viejos compañeros como Julio César Ferrero Copo, Nilo Bobillo, Javier Fanjul o Luis Rubín; más allá, Jorge Martínez, Valentín Vallina, José Manuel Fernández y Félix Sánchez de Posada; en otra zona de la larga mesa Pedro Vital Aza, Gregorio Abril, Simón Albuerne, Alberto Hevia Claverol, Claudio Galán, Herminio Cárcaba, Manolo Arbesú, Luis Valdés... las croquetas, riquísimas.

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