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Elogio de una vida que ya se fue

La carretera desierta que atraviesa Olloniego es un símbolo del declive del pueblo, donde antaño se alquilaban hasta los hórreos para vivir

Cuando llegué allí, no estaba. No quedaba absolutamente nada que me ayudase a recordar. Ya no estaba tampoco la peña caída del puente medieval donde solía bañarme de niño, ni siquiera el río había conservado su cauce ni su negrura de carbón. Me sentí abatido por ello, por aquellos cambios en mitad de una dormida solitud de años, entre el cementerio y el Palacio Bernaldo de Quirós.

Tantos años de ausencia, y los remolinos del viento y la hojarasca se lo habían ido llevando todo, incluidas personas, a la capital, cercana ahora y tan lejana cuando corría el carbón por las galerías y se abatanaba en los lavaderos, y luego las monedas rodaban por el apagado infierno de las maderas carcomidas por la lejía o por el gastado mármol de las barras de los chigres con suelos regados de serrín. Sin embargo, nada de todo aquello estaba en su lugar. Ni siquiera estaba.

Caminé lentamente por la carretera desierta hacia el centro del pueblo, aquella carretera que un día, muchos días, había unido mis montañas preñadas de carbón con la meseta castellana, mis propias entrañas con las entrañas ansiadas de libertad que para mí estaba al otro lado del puerto, revoloteando sobre los pajizos trigales. Aquella carretera atestada de tráfico y de viandantes que cruzaba el pueblo de norte a sur, cortando su vida y su muerte en dos mitades. Aquella carretera por la que ya no pasaba nadie, solo el silbido del viento hiriendo el tendido eléctrico. A una y otra parte, casas vacías, cerradas a cal y canto como si alguien fuese a ocuparlas, y gente mayor que ni siquiera conozco ya, aunque algunos me saludaron de pasada con la mirada perdida en un horizonte que nunca pasó por sus ojos, esperando un orvallo que también se resistía. Antes de llegar a la iglesia observé los desconchados de la antigua sala de fiestas y la bolera. Cerradas. Abandonadas. En otro chigre que en su día fuera una tienda de muebles, algunos jóvenes bebían sidra y esparcían el tedio por el relente de los adoquines llenos de reflejos de un tiempo pasado y resistido, cuando la vida bullía, vivía en todo su esplendor y moría en las camas de las casas o en las entrañas de la mina. Desde luego que no estaba, no, la vida que yo aprendí a vivir en sus rincones.

Respiré, procuré respirar pausada y profundamente tratando de aliviarme con algún vago recuerdo de la infancia, mi infancia junto al río negro intercambiando cromos de futbolistas o de Pinín, pero no me llegó nada, solo viento de paso con olor a hierba seca y esa especie de humedad que se pega con vehemencia a la piel. Y el humo de aquellos primeros pitillos que nos hacían toser. Y la niebla, que caía pesadamente sobre nuestras sombras. Y la pertinaz lluvia. Dos cines, el de arriba y el de abajo, que funcionaban los jueves y fines de semana, también han echado el cierre de la prosperidad hace mucho tiempo. El de abajo se ha convertido en un garaje y el de arriba en una sucursal bancaria con cada vez menos clientes. Miré a mi alrededor, asombrado y conturbado, y contemplé desolado la desolación de los pueblos que han ido perdiendo su identidad con el paso de los años, como si hubieran dejado de luchar, como si se hubieran rendido antes de producirse la batalla. En el fondo, nadie se preocupa de los pueblos como el mío; simplemente se les deja morir. Sonreí cuando me vino a la mente que antes las casas de la barriada de la mina estaban todas ocupadas, y en algunas de ellas convivían hasta dos familias porque en el pueblo estaban alquilados hasta los hórreos. Ahora, en cambio, muchas están deshabitadas y sus propietarios intentan alquilarlas muy baratas con el único propósito de que las cuiden.

Se cerró la mina y poco a poco se fue cerrando el grifo de la vida alrededor de su castillete, hoy lleno de herrumbre y silencio y decadencia. El olor del polvo de carbón fue convirtiéndose poco a poco en soledad y en abandono. Mucha gente, que habían venido del sur, regresaron, otros se quedaron, y poco a poco la civilización de la capital y otras ciudades aledañas fueron engullendo las almas de los guerreros de las profundidades y el pueblo volvió a ir empequeñeciéndose, desinflado como un globo, bajo el ardiente sol y las pesadas nubes grises que entristecían y atormentaban más aún el paisaje. Mi pueblo natal, donde ya nadie me conoce. Mis amigos de la infancia, muertos la mayoría como un abandono repentino, y otros que han ido abandonando la tranquilidad y solo regresan en vacaciones o por las fiestas. Y los que se han quedado comiéndose los posos y los recuerdos y tosiendo mansamente el polvo acumulado en los pulmones.

Frente al cementerio, oteo el horizonte inundado de verdores, de matices, respiro la hierba seca en las varas, hago la señal de la cruz en memoria de mi padre, que allí está enterrado, me subo al automóvil y me alejo, sin volver la vista atrás, con un sentimiento de culpa en la boca del estómago.

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