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El Oviedo perdido (III)

Aquellas aventuras camino a Correos

El palacio del marqués de Aledo destacaba en Santa Susana, igual que llamaban la atención los gestos solidarios de su propietario

El palacio del marqués de Aledo, que se ubicaba en la calle Santa Susana.

No quiero ser un escribano pesado, por temor a que ustedes se cansen de mi, porque sobre Oviedo podía uno estar redactando páginas y páginas incansablemente.

Hoy cerraré el capítulo sobre la parte alta de nuestra capital, una zona que para mí encarna la calle Santa Susana, por la que discurrí a menudo durante bastantes años. Les cuento.

Si uno quería ir a la oficina de Correos, que estaba en la calle Campomanes, yo que vivía en la calle Asturias, debía de subir toda esa calle; después atravesarla hasta llegar a la plaza de San Miguel, para coger Campomanes, porque Correos estaba a esa altura y perpendicular con la calle Martínez Marina.

¿Se acuerdan del gran buzón que tenía Correos, negro y que imitaba a un león?. Pues si alguien quería certificar una carta o recoger un paquete, debía ir hasta allí. Cuando llegaba uno al final de Santa Susana, a la izquierda nos encontrábamos amos el extraordinario palacio del marqués de Aledo, de la familia Herrero, del que tengo dos anécdotas que contar.

La primera es que frente a la mansión había dos casas que durante mucho tiempo estuvieron derruidas. En una de ellas vivió mi abuela paterna, viuda, con su hijo, el cual, como consecuencia de una intoxicación, según me contaron, a causa de una aspirina, estuvo encamado un tiempo. Pues bien, enterado el marqués de aquel niño enfermo, cruzaba todas las tardes para leerle un cuento. Era aquel Oviedo en donde todo el mundo se conocía y se preocupaban los unos por los otros.

La segunda anécdota es posterior y data de la República. Un republicano, amigo mío, me contaba que a media mañana todos los días se desplazaba un miliciano hasta la casa del marqués para recoger una botella de vino que se entregaba al comité. Mi amigo tenía tan buen recuerdo de tal hecho, que cuando ahorró algo de dinero lo llevó al Banco Herrero.

Y para finalizar, yo acompañaba a mi madre hasta las Hermanitas de los Pobres Desamparados, en la calle González Besada, a donde iba de visita a ver a su amiga Tuta, hermana del capellán de la residencia, Nemesio Antuña, profesor de religión en el Instituto Alfonso II el Casto, junto con el canónigo Amador Juesas. No debe olvidárseme que las Hermanitas de los Ancianos Desamparados tenían, a la entrada, una imagen de San José, en la que acostumbraban a poner un vaso con algo, por ejemplo, con azúcar, lo que quería indicar que les hacía falta tal edulcorante, para que la gente lo viese y les proporcionase tal cosa.

Era el Oviedo que no estaba sobrado de muchos de alimentos. También era una ciudad solidaria y acogedora. Espero no haberles aburrido demasiado con mis historias, ya viejas y acontecidas hace años. Hasta siempre.

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