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Los cultivos del Paraíso

Los saúcos del Bosque de Bolonia

El saúco tiene diversas propiedades medicinales, entre ellas laxantes y diuréticas. Pelayo Fernández

Desde el andén del apeadero de Vegadeo vi venir al tren, cruzando ya el puente sobre la ría. Entré en el último vagón. En uno de los bancos estaba la única viajera, una anciana cubierta con un canotier de lazo verde que me saludó, educada, con un leve movimiento de cabeza. Elegí un asiento de los que le tocaba el ventanal entero, para poder disfrutar con amplitud del paisaje, que es una de las virtudes de nuestro tren de la costa. Dos o tres minutos después la anciana se me acercó.

Era delgada, alta y con desparpajo. Vestía pantalones blancos rayados en azul y niqui de cuello redondo con el mismo rayado pero horizontal. Recordaba a un gondolero. Estaba descalza, y en ambos pies llevaba varios dedos envueltos en trozos de toallitas de papel. Me vio mirárselos. Tras disculparse por interrumpirme -hablaba un castellano correcto con acento extranjero-, explicó que le habían hecho daño los zapatos. Tenía previsto quedarse aquella tarde en Cudillero, y quería saber algo del lugar. Le pregunté si viajaba limitada por el tiempo, a lo que me respondió que no, que estaba conociendo el norte de España, y en su vida hacía años que ya no existía la prisa.

Le aconsejé que dedicase todo un día a Cudillero, para paladearlo. Dijo que lo haría.

Era parisina, tenía una hija, dos nietos, y tres biznietos, todos repartidos por el mundo, pero ella seguía viviendo en la casa de París en la que había nacido, y en sus años de trabajo -era lingüista- había estado destinada, entre otros lugares, en Madrid.

Después me habló de las heridas de sus dedos.

-A nadie se le ocurre salir de viaje con zapatos de tacón, pero no crea que estoy loca. Todo tiene su explicación. Yo era una niña durante la ocupación alemana de París. Fueron años de hambre. Los cupones solo permitían comprar tres kilos de patatas al mes, todo eran sucedáneos -hasta el jabón-, los envases -incluso las cajas de medicamentos, cuando los había- tenían que devolverse, y todo, absolutamente todo, se comía. Vivíamos cerca de la Porte Maillot, al lado del Bois de Bologne, que era nuestra "ferme" -casería-. Se iba a por hierba para los conejos que mi madre criaba en la bañera y para las gallinas que vivían en jaulas bajo las camas. Había mucho saúco; ustedes también lo tienen, lo he visto desde el tren. Recogíamos sus frutos, esas bolas negras. Se comían, pero había que cocerlas antes, pues en caso contrario eran muy indigestas. Perdóneme, hablo demasiado.

Le dije que yo no tenía nada que perdonar, todo lo contrario, agradecer su amenidad.

El saúco, benitón en asturiano, y "Sambucus nigra" para los científicos, es un arbusto de medio tamaño, de forma irregular y crecimiento anárquico, con la corteza muy rugosa, y una médula de gran tamaño, lo que permitía a los chavales, tras su vaciado, fabricarse pipas y boquillas, en los tiempos en los que los juguetes no se compraban sino que se hacían. Crece en Asturias de forma espontánea llamando la atención por su potente floración primaveral y sus virtudes medicinales -encías, gargarismos, laxantes y diuréticas-, y de sus frutos, no comestibles salvo cocidos, como muy bien sabía la anciana parisina, se obtiene buena mermelada casera.

-Mucha gente iba a por aquellos frutos negros, a últimos de verano -prosiguió la anciana-. Yo observaba a las chicas, con sus vestidos de cretona sacada de cortinas, la costura de las falsas medias pintada a lo largo de la pantorrilla, y los zapatos de suela de madera. Pero a las que envidiaba era a las brillantes, las que se habían hecho novias de los oficiales de la Wermach. Esas llevaban medias de verdad, perfumes y zapatos de tacón. Así quería ser yo. Aquellas pobres chicas, una vez liberada París, fueron insultadas por las turbas, rapada su melena al cero, escupidas, golpeadas. Los parisinos normales vertieron todo el odio contra los alemanes en ellas... Años más tarde pude adquirir mis primeros zapatos de tacón. Tenía ya quince años; en realidad seguía siendo una cría, pero los zapatos hacían que me sintiese mujer. Siempre estuve enamorada de ellos. Y sigo usándolos, aunque por mi edad solamente con un poco de tacón. Nada más ponerlos dejo de ser una vieja vencida y me siento como una de aquellas chicas que brillaban como estrellas caminando al brazo de un joven leutenant. Pero no sirven para hacer turismo -me dijo con una sonrisa.

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