La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Músicos, esos seres especiales

En los compositores se junta una diversidad inigualable en otros ámbitos; obras y vidas aparecen a veces en esferas contrapuestas

Un concierto para niños, en el auditorio Príncipe Felipe. lne

¿Para qué poetas en tiempo de penuria? Se lo preguntaba Friedrich Hölderlin en su elegía Pan y vino, frase acogida años después por Heidegger en sus Caminos de bosque para cuestionarse el valor real utilitario de un poeta para impulsar la sociedad hacia estratos más elevados.

Conozco o presumo la respuesta en la mayoría de los encuestados, y esa respuesta es desoladora, pero es lo que hay, y lo que ya había nada menos que en la República de Platón, donde ya éste tildaba de superchería la presunta inteligencia de los poetas. Pues bien, si deconstruimos la ecuación como una tortilla de patata y mutamos la huevina por el huevo, es decir, el poeta por el músico, la intensidad del sabor cambia. Y del saber también.

El triunfo de la lira sobre la flauta, es decir, de la música culta sobre la música ruidosa tiene su prurito mitológico desde que Apolo venciera con su lira a la flauta de Marsias y éste fuera despedazado por las Ménades. Y es que nadie, nadie en la historia se ha atrevido a hablar mal de los músicos.

Los músicos siempre han sido otra cosa, y toda crítica hacia la música como arte atesora un recorrido pendular que va desde la exultancia hasta la benevolencia en el peor de los casos. El triunfo de lo místico, la magia de la abstracción, la perfilería del espíritu... A través de la historia los espíritus sensibles no han podido asistir al espectáculo de la música más que con una sensación: el anonadamiento. Así es como Rainer Maria Rilke iniciaba su poema Música: "Anonádame, oh música, con airados ritmos". Nietzsche decía que la vida sin música sería un error, y Delacroix que la música es la voluptuosidad de la imaginación, o Aldous Huxley que después del silencio lo que más se acerca a expresar lo inexpresable es la música. En fin, hasta Andrés Calamaro tiró de buen oficio para decir que la música es ese territorio donde nada nos hace daño...

En efecto, la música es un antídoto contra la realidad que produce inmunidad, no anestesia. Yo me di cuenta de ello desde muy pequeño y velé las armas durante más de treinta años hasta poder henderlas en las entrañas de la historia de la música y dar a beber de esa herida.

Con mi "Historia insólita de la música clásica" creo haberlo logrado. Publicada en dos volúmenes de tiradas sucesivas por la editorial Nowtilus, con prólogos de Jesús López Cobos y Joaquín Achúcarro, contemplo algo estupefacto cómo, aun carente del gigantesco soporte publicitario de que gozan ciertas tiradas masivas, el primer volumen se agotó en cinco meses y el segundo pide permiso para algo parecido, lo que quiere decir dos cosas, entrañada la una en la otra: que la música (clásica) vende, pero también que alimenta, lo que me lleva a la pregunta inicial, si bien ahora modificada: "¿Para qué los músicos en tiempos de...?" ¿Penuria? No. En tiempos de histeria.

La música ahí se nos brinda como un nutriente necesario, del que algunos llevamos comulgando desde hace décadas como una religión sin sensación de pecado que martiriza hacia dentro y no hacia afuera. La música hace de nuestras entrañas lo mismo que el tiempo en la tarima de nuestras casas: las contrae y expande, las resquebraja y decolora, para al final tomar prestado el lema de la Academia: las limpia, fija y da esplendor. Desde esa pulcritud asumí la pulcra labor no de hablar de música, sino de artesanos que trabajaron tras el torno, escupiendo llanto, sudor y lágrimas sin tantos caminos recorridos como el Cid, pero sí con la misma llamada interior, para dar al César lo que es del César y, de paso, a la música lo que es del aire, del fuego y del agua.

No fue fácil ni cómodo afrontar la lectura de más de un centenar de libros especializados y manejar unos 1.500 datos para después ir asignándolos por temáticas a 29 capítulos a lo largo de 700 páginas. Nada fácil. Pero el mosaico que me brindaron los músicos, todos los músicos, desde Gluck a Messiaen, fue de tal magnitud y de tan sorprendente contenido que al final tuve que hacer lo mismo que Miguel Ángel ante sus esculturas recién terminadas: sentarme y contemplar.

Ver para creer. Y su desfile fue una apología de la diversidad, una apoteosis, a secas, sin genitivo alguno detrás, una cámara donde los horrores habían sido sustituidos por los temores y los instrumentos de tortura por los instrumentos musicales, para conjurarlos. Me tope con tantos miedos, fobias, inseguridades, debilidades y obsesiones que más que un catálogo de músicos aquel muestreo se asemejaba mucho más a los anales médicos del doctor López Ibor. No hablo en mi libro de lo que ellos nos han hablado siempre, sino de lo que han tratado de ocultarnos.

El prestigio de su música nada tiene que ver con el prestigio de sus vidas. Oímos sus notas y es para echarnos a llorar, pero leemos acerca de sus conductas y es para echarnos a reír, cuando no para echar a correr. De correr sabía mucho Johann Strauss.

Cuando su esposa y su madre fallecieron no dejó de hacerlo (de correr) hasta alcanzar la frontera austriaca, tal era su pánico a la muerte. El pánico de Charles Ives era fotogénico. Aborrecía las cámaras fotográficas hasta el punto de que cuando accedió a una sesión se desmayó echando espuma por la boca. Rachmaninov participaba de esa espuma cada vez que pensaba en la muerte, y la única forma de distraerle era poniéndole delante cuencos de cacahuetes. Le gustaban más que a los monos. Schubert vivió felizmente en la miseria, pero cuando murió a los 31 años había compuesto cerca de mil obras.

Al parecer resultaba casi circense verle charlar animadamente con sus amigos mientras su mano, dotada de vida propia, componía sin parar. De ese paroxismo sufrió Prokofiev al final de su vida, presintiendo cercano el fin; contaba su hijo cómo papá componía siete obras a un mismo tiempo y cómo cuando los médicos le prohibieron el papel pautado en el hospital anotaba sus melodías en el papel higiénico y hasta en las cajas de los medicamentos.

No, a esta gente no le gustaba perder el tiempo, ni tampoco privarse de magnificas vistas si se echaba algo de imaginación. Tal fue el caso de Beethoven en un apartamento que alquiló en Viena. Como para ver un poco del Prater había que asomarse peligrosamente a la ventana optó por abrir un boquete en la pared perpendicular a golpe de maza y asunto arreglado. El arrendador le desahució aquella misma tarde, como también le hizo pagar el marco de la ventana, y es que cuando a Beethoven se le terminaba el papel pautado aquél era su lugar favorito para materializar su inspiración.

Y así cientos y cientos de sorprendentes lances biográficos que me han presentado a los compositores y a los intérpretes de su música como una especie sobrehumana donde el talento y la extravagancia se han conciliado como en pocas otras especies se conocen. Algunos pensamos que sin música la vida no sería tanto como un error, pero sí un soberano aburrimiento.

Compartir el artículo

stats