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Un paseo por las parroquias ovetenses / La Manjoya (y 2)

La Manjoya, lo que fue y lo que pudo ser

Parte de la zona urbanizada de La Manjoya. luisma murias

Seguimos nuestro paseo por La Manjoya, la atalaya de Oviedo. En la bifurcación del Caserón nos desviamos a la izquierda y llegamos a la Fonte'l Fornu, una de las pocas de la parroquia que se conserva en buen estado: fue restaurada en 1999. Tiene un considerable lavadero cubierto que bien merece -poco trabajo cuesta- una limpieza para librarlo de la pradera que crece entre sus aguas.

No está de más saber que, a comienzos del siglo IX, el denominado Rey de Oviedo, Alfonso II el Casto, hizo construir un acueducto que, a través de un encañado, desde La Granda de Anillo, proporcionaba el precioso elemento a la ciudad recién fundada. No hace falta recomendar -nunca mejor dicho, salta a la vista- la majestuosa panorámica que se abre sobre la capital del Principado y la sierra del Naranco.

¡Al fin llegó el momento de perderse! Dejémonos llevar por el impulso, sin meta definida, con la mente abierta. ¡Hay tanto que escudriñar! Paseemos por las callejas de Los Corzos, Los Barredos, La Panoyera, El Caserón... No pienso advertirles que se fijen en la gran colección de hórreos, singulares testigos de nuestra historia; graneros de alegrías, amores y tristezas. ¡Ese pobre artefacto viejo y carcomido!, lo calificó Alfonso Iglesias. O en aquellas palmeras fuera de lugar, pero que tanto adornan el paisaje. O en las viviendas escondidas entre setos y fronda, desde las que, de cuando en cuando, nos advierten unos amenazantes ladridos. O en la venerable arquitectura rural que luce la ropa tendida en el corredor, señal de que allí aún se mantiene la llama sagrada.

O fíjense en el señor que ordena el maletero del coche, que levanta la vista cuando llegamos a su lado, le preguntamos por las fuentes del Follarín o La Panoyera y, amablemente, nos indica dónde se encontraban, porque la maleza las ha devorado. O en la diminuta plazoleta sobre la que parpadean los rayos del sol, con cuatro bancos protegidos por dos carbayos en los que algunos vecinos se sientan a comentar los asuntos del día a día. Qué fácil es -no requiere gran inversión- conseguir un lugar de encuentro.

Reparen en los erizos de las castañas ofreciendo su oculto tesoro. En las agitadas hojas que murmullan entre aquéllos al son de la tenue brisa. En el revoloteo de las aves menudas y el apresurado huir del mirlo que alegran el andar. O en aquel corredor adornado con rosetones, trisqueles y otras tallas típicas que delatan un buen artesano.

En Campiello produce tristeza escuchar los nerviosos ladridos de cientos de perros que un día fueron los reyes de la casa y, sin saber cómo ni porqué, fueron desposeídos de cualquier mimo, abandonados a su suerte y condenados a vivir en un angosto cubículo. ¡Y gracias! El presupuesto municipal no da para más.

Un poco más arriba, un basurero pirata y, algo más allá, lo que queda entre maleza y suciedad de la fuente lavadero-abrevadero del Toral (zona de areneros y llamuergas). En San Torcuato pregunto a Enrique Álvarez por el Monte del Carnero, aquel del que en 1862 afirmaban que se encontraba entre Cabornio y El Toral, y tenía una extensión de 12 hectáreas y 28 centiáreas de mala calidad y aprovechamiento para pasto. "Pues este es", muestra. La fuente de igual nombre está aquí cerca. Ya ni se ve, los artos la han devorado. "De la capilla que aquí hubo nadie tiene el menor recuerdo", señala.

Al otro lado de la carretera hay -integrado entre un grupo de casas- un hórreo y una panera, gemelos en el espacio y el tiempo. Al frente, una cuadra de piedra tan anciana o más que los graneros. Mientras caminamos, la mirada reposa en tierras de Pereda, sierra del Aramo y el monte relicario del Monsacro. Y pasamos entre una ebanistería, varios talleres, un bar, una sidrería-parrilla y hermosas viviendas.

Nos adentramos por el desvío a Cabornio. Un precioso burrín negro -exacto a Platero, peludo, suave, tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no tiene huesos- retoza alrededor de su madre antes de chupetear la ubre. Unos pasos más adelante, sobre el muro de entrada a la casa, luce el fósil de un bivalvo. "Apareció cavando a la vera del hórreo", explica el propietario, que también recuerda el Molín de Vega. De tal molino da cuenta el catastro de Ensenada: "De dos molares de represa, propio de don Francisco Morán, le regulan puede trabajar cuatro meses y moler en un día cuatro fanegas de maíz, y por su utilidad veinticuatro. Dista un cuarto de legua".

Una casa en precario y a su lado un hórreo medio en ruinas confirman el finiquito de un estilo tradicional de vida, de la soledad del entorno rural que olvida sus raíces, del abandono del campo. Más todavía cuando los sueños de grandeza han desahuciado al campesinado y convertido la zona en un cementerio de inservibles farolas que, si alumbrasen, lo harían para un barrio que feneció antes del parto. Calles, hormigón, gigantescas rotondas y plumeros de la Pampa en homenaje al vacío, a solares sin engendrar y a aceras sin peatones. ¡Qué fácil es destruir! Hasta la ermita de Santa Bárbara han hecho desaparecer.

En la década de 1860, Thiry y Compañía solicitó autorización del Ayuntamiento para cerrar los terrenos que poseían en el monte de Llamaoscura, en donde tenían establecida la fábrica de pólvora con todas sus dependencias. En 1883, Carlos Vetter pide otro permiso para construir una fábrica de dinamita en el mismo lugar. En 1889 -informa el arquitecto municipal Juan Miguel de la Guardia-, el mismo Vetter, ya como director de la Sociedad Anónima de La Manjoya, solicita autorización para levantar un edificio en terrenos de la citada sociedad, que lindan con la carretera de Oviedo a Riosa. Pues de aquellos prósperos años tan sólo queda en pie un herrumbroso cartel: "U.E.E. Aparcamiento privado". Mientras lo observo, un parapente aterriza en el campo de la gran avenida; al menos ,sirve para algo.

Alegran el espíritu los nuevos bloques de Llamaoscura. Al fin se escuchan risas, juegos y llantos de niños. La vida renace cuando hay jóvenes parejas. Es una pena que, aparte de la farmacia y un animado bar-restaurante, no dispongan de otros servicios que hagan más amable lo cotidiano. El centro social está en una colina, al que se llega por el Camín Encantao. Por delante, un edificio abandonado -¡precioso!- adornado por los mágicos colores otoñales de una enredadera. Y en el Pontón de Llamaoscura la fuente del mismo nombre, como el Cañu del Fontán, a ras de suelo. Allí comienza la calzada que nos llevaría a Casielles y San Miguel, que en sus inicios luce una espléndida panera.

Como siempre, para comparar, acudimos al Diccionario de Madoz (1845). "Santiago de la Manjoya tiene unas 70 casas, 73 vecinos y 334 almas. El terreno es bastante llano y fértil, le cruza un riachuelo que de N. a O. va a desaguar en el Nalón. Produce cereales, legumbres, patatas, hortalizas, frutas y pastos; se cría ganado vacuno, de cerda, caballar, lanar y cabrío; caza y pesca de varias especies".

Preciosos recorridos circulares que pueden realizarse por caminos o carreteras con escaso tráfico, si puede ser en el coche de San Fernando mejor que mejor, utilizando a la ida o a la vuelta la animada Senda de Invierno; un lujo al alcance de todos.

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