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Los cultivos del Paraíso

El melón con oporto de la niñez

Melón con oporto. Pelayo Fernández

Ya era de noche. La gente, arremolinada en el andén, se distanció de la vía cuando comenzó a entrar el tren. Tiraba de él una máquina verde, gigantesca, con un foco único allá arriba, en medio de la frente, inundando la estación entera con un ruido bronco.

El monstruo se detuvo y las puertas de los vagones comenzaron a abrirse. Recuerdo a los hombres con sombrero y a las mujeres con abrigo y el pelo recogido encima de la cabeza, como si quisiesen imitar a la Torre de Pisa; carretillos llenos de maletas, empujados por hombres con mandilón azul y gorra de plato, y peldaños muy altos por los que los pasajeros trepaban al interior del tren.

Todo era grande, la máquina ruidosa, los vagones -"vamos en el coche número dos", decía mi padre- de color azul oscuro, con grandes letras doradas en un letrero que llenaba todo el lateral, las escaleras, la ventanas. Eso se debía a que yo tenía cinco años, y aquel amanecer de 1959 marchábamos a Francia, a visitar a un tío que no conocía. Por eso no supe leer las grandes letras que adornaban la parte superior de cada coche y que decían "Companhia internacional das carruagens-camas", ni sabía aún que aquel familiar, tío carnal de mi madre, con un cáncer de aquella incurable, en estado ya avanzado, era un exiliado de la Guerra Civil.

Aquella visión es uno de los primeros recuerdos conscientes de mi vida. A veces me pregunto si no vendrá de esa entrada deslumbrante del tren en la estación del Norte de Oviedo mi pasión ilimitada por los ferrocarriles, dado que dicen que es en la infancia cuando se construyen las líneas maestras de cada persona. Tengo unas cuantas imágenes más de aquel viaje; una cantina atestada en medio de la madrugada en Venta de Baños -lo sé porque jamás olvidé el lugar, y volví a pasar en muchas ocasiones-, las grandes maletas en un mostrador y unos gendarmes, imagino que en Hendaya, marcándoles con tiza un garabato; a Jamín, el hijo del tío enfermo, esperándonos en un andén, y su Renault "Dauphine" amarillo cruzando entre montones de coches en una ciudad mucho más grande que Oviedo.

Pero sobre todas las cosas recuerdo los melones raros , redondos y pequeños, que comían aquellos familiares, tan distintos a los que mi madre compraba en El Fontán.

El melón -Cucumis melo- es el fruto de una trepadora de la familia de las cucurbitáceas, como el pepino, la calabaza, la sandía y el calabacín. Es una fruta que necesita sol y calor para su desarrollo normal, y por tanto no muy indicada para Asturias si se desean producciones comerciales, pero que fructifica bien en el norte aunque el clima limite su crecimiento, por lo que puede obtenerse en la huerta o el jardín familiar.

Aunque no alcance todo su desarrollo, no pierde nada de su dulzura. Su enemigo son las heladas, por lo que debe sembrarse en la primavera avanzada sobre el terreno.

Otra cosa son las producciones industriales en climas apropiados, que comienzan a realizarse en semillero a finales de invierno. Se enterrarán las semillas a 2 o 3 centímetros de profundidad, en un marco de 1,5 metros.

Cuando el fruto ya tenga algo de tamaño es interesante separarlo de la tierra, sobre una teja, por ejemplo, para evitar podredumbres. Pasados tres meses de la siembra ya puede estar listo para recoger.

Los melones de mi tío exiliado me gustaban mucho más que los de Oviedo -hoy sé que se trataba de la variedad "Galia" o "Charentais"- quizá por como los preparaban para comerlos: seccionados al medio y limpios de pepitas, rellenaban el hueco central con oporto. Colocados en un cuenco, íbamos mezclando en cada bocado la pulpa dulce con el vino. Sigo disfrutándolos.

Si es cierto que los adultos se construyen en la infancia puede que se deba a aquel oporto de los días de Francia mi irrefrenable atracción posterior, ya como monaguillo en San Tirso, por el vino de misa de José Franco, de aquella coadjutor en la pequeña iglesia al lado de la Catedral. De mayor compré una botella. No sabía igual que en la sacristía.

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