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Trastadas en los cines

El desaparecido cine Palladium. lne

¡Qué tiempos aquellos de estudiante en aquel Oviedo tan peculiar de los años 60 de nuestra anterior era! ¡Y qué bien lo pasábamos! Íbamos a los cines baratos o a los caros que tenían asientos de general o gallinero, por estar sus asientos arriba del todo.

Recuerdo un teatro Campoamor, convertido en cine casi todo el año hasta la llegada de la temporada de ópera o alguna función de teatro. Los que íbamos a gallinero entrábamos por otra puerta, donde otro portero nos mandaba subir. El portero en cuestión tenía algunas debilidades y a veces, regalándole una botella de vino, nos dejaba pasar a unos cuantos.

Otro de los cines frecuentados era Santa Cruz, generalmente de reestreno, sólo con butaca de patio. Enorme sala, larga y estrecha. Por semana sus entradas no eran numeradas y lo que hacían era cambiarlas de color. Entonces nos juntábamos unos cuantos, poníamos la primera entrada a derechas que se viese la palabra entrada y el resto al revés y de esa forma nos quedaban unas cuantas entradas para entrar otro día que hubiese el mismo color de papel. En una ocasión cogí un restallón y mojándolo con saliva pinte mi cara, con lo cual, al tener fósforo, me levante a oscuras de la butaca en plena sesión y una fantasmagórica cara blanca asusto a más de uno. El teatro Principado, también convertido en cine casi todo el año, tenía buen aforo, con butacas de patio, entresuelo y general. En estas últimas íbamos nosotros por cinco o seis pesetas. En una ocasión nos juntamos tres compañeros sin dinero y queriendo ver una película yo encontré en mi casa unos billetes de la época de la República. Así que los echamos a suerte y le tocaron al que conocíamos como "el chato de Cancienes". Fue hasta la taquilla, pidió tres entradas, las cogió con una mano y con la otra tiró el falso dinero a la taquillera, echando a correr. El problema se agudizó porque podían pescarnos a la entrada. Para resultar desconocido, le deje mi gabardina al Chato. Nosotros dos, aunque con cierto temor, entramos y nos sentamos. A punto de empezar la película apareció nuestro compañero, al que casi no conocíamos, puesto que traía puesta mi gabardina con el cuello subido y una boina que había encontrado en uno de los bolsillos. Al entrar en la sala con aquellas pintas, un soldado grito: "Al de la gorra que viene un túnel". El Chato se asustó tanto que dio un traspiés y no se fue abajo de puro milagro. Nos vio después, se arrimó y vimos la película sin más apuros. Eso sí, a la salida se disfrazó nuevamente, pero la historia acabó bien, no obstante la travesura cometida. Otro de los cines frecuentados era el Real Cinema, cuando aún no existía la plaza Longoria Carbajal. Fui con mi hermano a ver algunas películas que yo recuerdo de la Segunda Guerra Mundial y de una concretamente titulada "Paralelo 38". Íbamos a entresuelo que tenía una barandilla metálica que daba a butaca de patio. Fui un par de veces al cine Asturias, a la sesión infantil, en el gallinero, sentado encima de unos duros asientos de madera. Ya, económicamente un poco mejor, iba al cine Ayala, que por quedarme muy cerca de casa, iba a la función nocturna y tengo ido hasta en zapatillas.

Al cine Aramo no puedo olvidarlo, además, porque el chico que vendía los caramelos y chocolatinas en los descansos, Colunga, como así se apellidaba, era compañero nuestro. Y a pesar de quedan algunas otras salas de proyección, no quiero echar en olvido el Cine Roxy, donde había sesión continua, y donde tengo ido con mi amigo Ricardo, vecino de la calle Asturias, a ver sobre todo películas del Oeste, donde él, inquieto, cabalgaba moviendo incluso toda la hilera de butacas.

Mi afición al cine duró muchos años, hasta que los decibelios aturdieron mis tímpanos y sólo la televisión rehizo mi antigua costumbre.

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