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El repartidor clandestino

Las aventuras a lomos de "Moro" y a espaldas de una madre y del dueño del caballo

El repartidor clandestino

Enfrente de mi casa, en la calle Asturias, había unos almacenes que daban la vuelta por la calle Independencia hasta la calle Cervantes. Uno de los más próximos era un almacén de patatas que regentaba Evencio Díez Laiz, con un único empleado que se llamaba Joaquín.

El reparto de la mercancía, es decir, de las patatas, se hacía en un carro tirado por un caballo negro al que llamaban "Moro". El caballo tenía su cuadra al fondo del almacén. Yo solía pasar por allí y acostumbraba a darle de comer a "Moro". También le cepillaba su piel brillante, cosas que habitualmente hacia Joaquín. No sé si por temor a que me ocurriese algo, a don Evencio no le hacía mucha gracia que me arrimase al caballo. Me echaba de la cuadra y no me dejaba ir con Joaquín a repartir la mercancía por Oviedo. Yo entonces esperaba a que se alejase de la vista de don Evencio para subirme al carro, de la misma forma que me apeaba cuando regresábamos.

En época vacacional era normal que yo hiciese recados en casa, bien a la carnicería, a la frutería de Josefa, o a la droguería Solcel, momentos que aprovechaba para entretenerme en la calle a jugar con mis amigos vecinos, hasta que mi madre salía por el mirador y me gritaba para que subiese.

Nuestra casa, por detrás, daba a una galería con vistas al antiguo hospicio y a una parte de la calle Independencia. Así que una mañana de aquellas en la que había salido a hacer recados, coincidió que mi madre se asomó a la referida galería a tender ropa. Miró al frente y vio que por la calle Independencia venía un carro tirado por un caballo y de pie, muy ufano, venía su hijo pequeño con unas bridas que guiaban el caballo y Joaquín sentado en la parte de atrás del carro con las piernas colgando ¡Qué espectáculo! ¡Qué horror!

Como enseguida entraría el carro en la calle Asturias, corrió mi madre a la otra parte de la casa, al mirador, para pegarme una voz y ordenarme que subiese a casa. Pero no dio lugar a tal cosa, porque el carro apareció guiado por Joaquín y un servidor apareció andando por la acera. Claro, para que no lo viese don Evencio.

Al cabo de un tiempo se vendió el caballo y don Evencio compró una camioneta, cuya marca no recuerdo, que no tenía puesta en marcha y a la que había que arrancar con manivela. Joaquín se había sacado el carné de conducir y el reparto era más rápido y cómodo.

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