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Los Sábados, Fontán

El mercado negro de los olores fuertes

La sidra remansa en el Fontán, y donde se bebía vino a granel a tres pesetas el vaso ahora la fuente es de caldo de manzana

Exterior de la antigua plaza de la carne, cuando el casco viejo aún estaba abierto al tráfico

Cuando el Fontán era de un gris que daba en negro, el olfato predominaba sobre la vista. Ahora que es de colores ya no huele mucho más allá de la fragancia, aunque sea de adobo de carne o de pescado fresco. Hace medio siglo los que entraban desde Rosal eran perfumados por el chocolate que hacían en La Favorita, donde aún se muele café de puertas adentro.

Por la calle Fierro, el olor tostado de los cacahuetes en el horno de bombo de Casa Floro era la mejor publicidad olfativa del producto cuando la gusa saludaba a media mañana. (Casa Floro estaba donde acaba de cerrar Lizarrán. La marca sigue dentro de la plaza de abastos). Como el país se ha desarrollado, donde antes producían "jamón de mono" ahora hay jamón de recebo y de bellota en la tienda que han plantado en El Fontán esos dos bares de la cercana calle que acabará llamándose Jamón y Cajal, en el costado de la vieja Universidad. En ese nuevo escaparate ya no sudan los chorizos apilados contra el cristal sino que cuelgan al vacío en su plástico "slim fit".

En la esquina de enfrente de Casa Floro -donde sonaban los casetes de Manolo Escobar y del Presi- unos puestos pequeños hechos de mecano y persiana de madera exponían saquitos con plantas medicinales que curaban de todo sin sanar de nada y mezclaban aromas suavísimos hasta crear un olor promedio, como el de las perfumerías de los "duty free" de los aeropuertos pero en natural.

La plaza cubierta, donde ahora se pueden comprar todos los alimentos de la dieta mediterránea, atlántica, pacífica y caribeña, de tierra, mar y aire, entonces era "de la carne" y su olor chotuno sería hoy la pesadilla del vegano. Con menos luz y menos baldosas, más gris y negro, la sangre se veía y se olía y la leche y los lácteos, la mantequilla en trenza, los quesos y requesones de proximidad, traían consigo olor a cuadra y pelos de vaca. Los productores no sabían nada de Louis Pasteur un siglo después de la pasteurización y un queso de Villalón podía contagiar una fiebre de malta. Ahora, el frescor claro del mármol y la baldosa subrayan el aspecto fresco de lo que lo es.

La brisa de mar procedía de Casa Ramón. El bar donde se inventó la terraza del Fontán en 1978 era una puerta y un puerto. Una puerta porque ocupara 35 metros cuadrados y un puerto porque por un duro se dispensaba un caldo de marisco con chirla ahogada y por siete pesetas unos pinchos de chipirones en aceite oscuro que pringaba el pan. El salense Ramón Fernández repuso de mucho frío en las manos y en las tripas en las mañanas largas de los días húmedos.

La esquina de Casa Ramón ya emboca la plaza de Daoíz y Velarde, que era "de la fruta". Hoy el principal vendedor de fruta allí es Juan Roig, el dueño de Mercadona. Hace cuarenta años les muyeres que pesaban un poco con la balanza y otro poco con el ojo, que vendían por unidades o kilos porque sabían sumar y multiplicar pero les costaba dividir, ocupaban todo el espacio bajo los arces.

Hoy son una escultura de Favila, que es a lo que las quiso reducir el alcalde Gabino de Lorenzo, y una docena de vendedoras de los alrededores. En los setenta, cuando había mercado todos los días aunque los días de mercado fueran el jueves y el sábado, la plaza de los héroes de la Independencia era un bodegón que se volvía tropical ante la puerta del palacio del marqués de San Feliz, donde Genaro vendía plátanos a duro el kilo.

Ahora, las vendedoras de fruta están encerradas en el armario ropero de los puestos de moda del mercadillo donde los latinoamericanos llevan ropa y bisutería; los africanos, bolsos y marroquinería y las gitanas, lencería y tocador. La raza autóctona explota la huerta.

En el viejo Fontán, se levantaban los puestos y quedaban restos de coles y frutas en putrefacción. Allí rebuscaban lo aprovechable algunas gitanas mayores. Al sol del verano, lo que había sido bodegón (naturaleza muerta) por la mañana era "memento mori" (recuerda que has de morir) por la tarde.

La imagen era desoladora y el olor, pestilente.

Regino, que era casero en Santa Marina de Piedramuelle y basurero en Oviedo, tuvo que dejar el trabajo porque no soportaba las arcadas.

Contra las emociones líricas, en la temperatura moderada del norte las flores son más forma y color que olor y por eso entonces y ahora cruzar ante los puestos de flores solo aroma cuando brotan, anís y amarillo, las primeras mimosas de la primavera.

En el Fontán iluminado, reconstruido, gabino y colorido, desapareció el olor del miedo que exhalaba la oscuridad del Fontán de las casas viejas y los arcos traidores en los años de la transición, cuando apenas se transitaba porque no era el mejor camino para llegar al naciente Oviedo Viejo de los pubs, aunque llevaba directamente a la Magdalena y al Campillín de las putas viejas y los rufianes navajeros.

Y un olor ha brotado como nunca, el de la sidra en el interior de la plaza. La sidra que el Gascona fluye, en el Fontán remansa. No es que faltaran bares cuando estaban Casa el Marqués, La Flor de Tiñana o Casa Delmiro, es que no había donde sentarse a tomarla y que se bebía mucho vino a granel a tres pesetas el vaso. Ahora, dentro de la plaza, la fuente es de caldo de manzana.

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