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Cuarenta años del expolio de la Cámara Santa

La seguridad es sagrada

El recinto donde se guardan el Arca Santa, las cruces y las reliquias de la Catedral, blindado y protegido por cámaras y alarmas, es hoy inexpugnable

Benito Gallego, el pasado viernes, en la Cámara Santa de la Catedral. IRMA COLLÍN

Con una palanqueta de obra y un destornillador José Domínguez Saavedra, un raterillo de poca monta, dio el golpe del siglo. Fue la noche del 11 de agosto de 1977. Por lo que contó después, por su parte no había grandes pretensiones. Entró por la puerta, entre la gente, y desde luego no iba pensando en rezar, pero tampoco en hacerse con uno de los mayores tesoros de la cristiandad como botín. Y le resultó increíblemente fácil. Le bastaron un par de herramientas nada sofisticadas, cierta osadía y la despreocupación del personal que andaba por la Catedral. La facilidad con la que perpetró el robo y la magnitud del delito obligó a tomarse en serio la seguridad en el templo. Actualmente, la Cámara Santa es una cámara blindada, una caja de seguridad en sí misma, con la puerta a prueba de bombas, una recia verja cerrada con tres llaves -y esta no es una licencia literaria-, videovigilancia y alarmas, y un fino detector de incendios.

Dice el deán Benito Gallego, que cuando se produjo el robo apenas llevaba año y medio en la Catedral, que "no se puede juzgar con ojos actuales" cómo se guardaban y exponían en 1977 las cruces de los Ángeles y la Victoria, el Arca Santa y la Caja de las Ágatas, y las muchas otras reliquias y relicarios de la Cámara Santa. Los visitantes, muchísimos menos que en la actualidad, podían atravesar la verja y pasearse entre todos esos objetos, valioso sobre todo por su carga histórica y emocional. "No se le pasaba a nadie por la cabeza que pudiera ocurrir algo así", cuenta el deán, aunque no era exactamente como él lo recuerda.

Hacía tiempo que los poderes públicos y la Iglesia mantenían un tira y afloja por la seguridad en el templo. La preocupación había aumentado tras un robo en la Catedral de Murcia en enero de aquel año, donde un par de ladrones sustrajeron las joyas de la Virgen de la Fuensanta, la patrona de la ciudad. Apenas unos días después, el cronista oficial de Oviedo, Manuel Avello, advertía en su crónica en LA NUEVA ESPAÑA de que no entrañaba "ninguna dificultad, al parecer, acercarse a la Cámara Santa y organizar el disgusto del siglo, de los siglos". Domínguez Saavedra, un chaval de 19 años, lo demostró unos meses después.

Ya por aquel entonces se hablaba de la necesidad de redactar un proyecto de seguridad para la Catedral, y más específicamente para la Cámara Santa. Pero llegó muy tarde o, más bien, no llegó.

Cuando el ladrón entró en la Catedral pudo esconderse en su interior sin que nadie lo advirtiera, subir por la escalera de los obreros que trabajaban en la torre vieja y permanecer oculto en uno de los vanos, hasta que la iglesia quedó completamente en silencio. A solas, cogió una palanqueta del suelo y con ella forzó las puertas que se encontró de camino al interior del camarín de las reliquias.

No hubo cámaras que registraran sus idas y venidas por la Catedral ni cómo se afanó en reventar los cepillos de las limosnas y la caja fuerte de la sacristía, sin conseguirlo. No sonó ninguna alarma ni siquiera cuando encendió una hoguera entre las reliquias, probablemente para tratar de fundir allí el oro. Se tomó su tiempo: además del que le llevó despojar del oro y las gemas las cruces y la Caja de las Ágatas fue el suficiente para cenar algo -dejó restos de comida y una lata de conserva por el suelo- y fumarse algún que otro cigarrillo, como delataban las colillas.

El caso es que, cuando aquello sucedió, el Cabildo ya había comenzado a gestionar "un sistema de seguridad eficiente". Dos empresas especializadas habían visitado el templo y había una propuesta sobre la mesa. Lo que faltaba era dinero y voluntad. El canónigo Luis Cortina, que por aquel entonces custodiaba las llaves de la Catedral, tenía clara su vulnerabilidad y la necesidad imperiosa de vigilancia. "Pero había problemas de financiación, ya que la Catedral no tenía dinero y en los organismos competentes, en este caso la Diputación, que debería velar por este patrimonio de Asturias, y la Dirección General de Bellas Artes, nadie se ofreció para arreglar esto", contaba días después del robo. El entonces deán de la Catedral, Demetrio Cabo, confirmaba la existencia de un estudio para la protección de la basílica, aunque negaba que estuviera "desguarnecida" y atribuía lo ocurrido a "las circunstancias de las obras".

Con el Cabildo en estado de shock, unos y otros se repartían culpas. El Arzobispado se excusaba con la falta de dinero, la Diputación eludía cualquier responsabilidad en la custodia de las joyas de la Cámara Santa y el asunto acabó convertido en arma arrojadiza entre instituciones, partidos políticos y asociaciones, muchos y muy beligerantes en aquellos días de cambio de régimen: no habían pasado ni dos meses de la celebración de las primeras elecciones tras la Guerra Civil. En aquel contexto era difícil centrar el debate estrictamente en los aspectos técnicos del asunto.

Los sobresaltos de aquel verano se hubieran evitado si la movilización popular que vino después, con manifestaciones y una cuestación popular para sufragar la restauración de las cruces y la Caja de las Ágatas, se hubieran hecho antes. Recuperadas las joyas y aprendida la lección, la Catedral blindó la Cámara Santa. ¿Sería hoy posible robarla? Cuando las puertas se cierran solo hay una manera de hacerlo, afirma el deán, y es volándola.

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