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A vueltas con la plaza de la Catedral

El diseño del recinto público más noble de Oviedo, que estuvo ocupado hasta 1931 por una corrala similar a la del Fontán, es nuevamente objeto de debate

Demolición de la manzana de casas ante la Catedral, en el año 1931 (archivo de Juan Santana).

La plaza de la Catedral de Oviedo empezó siendo una plazuela, un espacio contenido en una verja de hierro delante del atrio del edificio. A principios del siglo pasado, el resto del espacio al que hoy se le da ese nombre estaba ocupado por la huerta de Heredia y la plaza de la Balesquida, por una manzana de casas con soportales, infinidad de recovecos y calles que, atravesando la ciudad medieval, desembocaban en él. Nada que ver con el aspecto diáfano que ofrece en la actualidad y de la visión que permite del edificio gótico. Es una parada inevitable en los itinerarios de los turistas y un lugar entrañable para los ovetenses. El Ayuntamiento de Oviedo emprenderá en breve obras en la plaza para reparar su pavimento, que está seriamente deteriorado y salpicado de "parches". Hay quien piensa que hay que ir más lejos, remodelar la plaza para hacerla más acogedora, quizás con unos jardines y algo de mobiliario urbano. A lo largo de la historia la plaza ha ido expandiendose a la sombra y al servicio de la Catedral.

El espacio que ahora ocupa la plaza de la Catedral permaneció inalterado durante siglos, hasta el incendio de 1521. Los incendios no eran infrecuentes en Oviedo, por los hornos y las fraguas que había en su interior. El de la Nochebuena de 1521 fue especialmente virulento -se dice que destruyó las tres cuartas partes de la ciudad- y arrasó casas y huertas. La herida que abrió el fuego cauterizó en los años siguientes, hasta que en 1591 volvió, para llevarse por delante más edificios.

Las casas con sus soportales siguieron ocupando, a pesar de todo, el centro de la plaza hasta 1930, el año en el que el Ayuntamiento de Oviedo acordó derribar la manzana que separaba la plaza de la Catedral y la de la Balesquida. La arquitecta Marta Alonso, titulada en la Universidad de Valladolid, cuenta, en un artículo que publicó en la revista EGA, que hasta pasado el primer tercio del siglo XX la plazuela de la Catedral era muy semejante a la del Fontán, con un mercado de madreñas, al que acudían artesanos de toda Asturias, instalado en las arcadas de los edificios. Las casas estaban mal alineadas y tenían alturas desiguales; al final algunas estaban cochambrosas y amenazaban ruina.

En la llegada del nuevo siglo Oviedo se dejó llevar por las corrientes urbanísticas europeas, que imponían la moda de los espacios abiertos y propicios para la contemplación de las edificaciones monumentales, como era el caso de la Catedral ovetense. Hasta entonces su silueta gótica sorprendía a los paseantes mientras caminaban entre las callejuelas y los edificios apretados, elevándose inesperadamente entre ellos.

La plazuela de la Catedral había sido objeto de una ligera ampliación tras el incendio del siglo XVI. Como la calle de la Platería había sido arrasada por el fuego el Cabildo catedralicio aprovechó la ocasión y, mediante un trueque de solares con los vecinos, acabó incorporando esa vía a la plaza.

La idea del ensanche de la plaza de la Catedral revoloteó por la ciudad desde finales del siglo XIX, pero fue a principios del XX cuando adquirió consistencia. En 1925 Oviedo estaba dividida en dos bandos. Por un lado, estaban los que consideraban que la manzana frente a la Catedral añadía valor al conjunto y, por otro, los que pensaban no solo que eran una ruina sino que deslucía la Catedral y su entorno. Con la desaparición de las casas se generaría un nuevo espacio, que serviría de lugar de reunión de la ciudad, con la Catedral como telón de fondo. Además, el espacio adquiriría más porte y distinción, al quedar en primera línea las casas palaciegas que lo circundan.

El Ayuntamiento acordó que el proyecto debía someterse al estudio de su Comisión Permanente, contando con las opiniones de la Escuela de Artes de Oviedo y de la Academia de San Fernando de Madrid. Hubo propuestas conciliadoras, como la del alcalde José María Fernández Ladreda, que era partidario de eliminar el murete anterior al acceso a la Catedral y abrir una calle que comunicara las plazas de la Catedral y la de la Balesquida, demoliendo solo unas pocas casas.

La Comisión de Monumentos de la provincia de Oviedo, según recoge Pilar García Cuetos, historiadora del Arte, en su artículo "La Restauración del patrimonio asturiano en la primera mitad del siglo XX", aprobó al mismo tiempo el derribo de las casas de la plaza de la Catedral y la declaración de la iglesia de San Tirso como monumento. El derribo se ejecutó en 1931 y dejó tras él la estampa de la Catedral que contemplamos en la actualidad.

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