Dijo Rafael Alberti que dudar del soneto es como dudar de la línea recta. En las últimas décadas, no obstante, se puso tantas veces en cuestión la validez del soneto como forma artística que hubo quienes llegaron a pensar que regresar a los 14 versos era revolucionario.

Pero eso, claro, es confundir la revolución con la urticaria.

Algo parecido podría decirse de las fiestas de San Mateo: ¿Tiene sentido tratar de escapar de las abarrotadas calles de Antiguo, de sus chiringuitos grasientos y hermosos, de su programación musical casi azarosa? ¿O es tan sólo el mohín del que no quiere ser bendecido por la alcoholemia de la lumpen-burguesía?

Ayer, por tanto, decidí comprobar hasta qué punto cabía la existencia de un off-San Mateo, de unas fiestas alternativas que propongan otra manera de vivir estas fechas. Y para eso no se me ocurrió nada mejor que dirigirme al concierto de la cantautora estadounidense Molly Burch que tendría lugar en la Lata de Zinc.

Antes de llegar me encontré en la Plaza del Ayuntamiento con la manifestación a favor de los derechos civiles en Cataluña, lo que tomé por una señal a un tiempo buena y mala: buena por su propia existencia, mala porque no habría allí ni un centenar de asistentes.

Por supuesto, la sombra de San Mateo planeó sobre el concierto de Burch, que tras acabar la primera canción afirmó: "They told me there's a big party in town, so thank you for coming". Y es que estábamos allí unas treinta y pico personas, con una buena representación del moderneo asturiano -se veía entre el público al barista Jesús Colino, al escritor Chus Fernández, a la ilustradora Daria Fedotova, al lingüista Guillermo Lorenzo o a los miembros de "San Jerónimo" María González Mieres y Nacho Iglesias-, pero lo que al concierto le faltó en asistencia y duración se compensó en intensidad y delicadeza.

Un vistazo rápido a la banda que acompañaba a Molly Burch podría llevarnos a pensar que habían llegado directos desde Brooklyn (por sus Fender Coronado, sus gorras, y su calculada languidez), y, sin embargo, al oír las primeras canciones uno se daba cuenta de que algo no cuadraba con esa imagen estereotipada. Todo era sencillo y profundo: los arreglos, el sonido de la guitarra principal, los breaks de la batería, los coros que hacían la bajista y el guitarrista, la estructura de las canciones... Eran de Texas y todo estaba ok. A través de un diálogo con la tradición del pop norteamericano, especialmente el de la era pre "Beatles", las canciones de Molly Burch proponían un juego muy emocionante. Sonaron temas de su último disco como "Downhearted", que casi parecía una habanera de las nuestras; "Try" -que contenía versos como "Sweetheart won't you call my name? / Wouldn't it be so nice if we felt the same?"- o "Please be mine", un exquisito 3x4 para el cual Burch abandonó la guitarra y se centró en su voz (que, todo sea dicho, es quizá lo más sobresaliente de la banda).

Cuando se acabó el concierto todo el mundo estaba un poco más contento pero también un poco más triste. Desde la Lata unos se fueron a la Folixaria, el nuevo chiringuito regentado por asociaciones de estudiantes y en favor de la diversidad sexual y mental situado en la Corrada del Obispo; otros a ver al grupo de electrónica experimental Fasenuova en la Plaza del Paragüas -no por casualidad dos localizaciones situadas en los márgenes físicos y simbólicos de San Mateo-. Quedaba claro que, tanto fuera como dentro de las fiestas, había un espacio y un público para otras maneras de entender la noche.

Me pasé después por el concierto de "The Electric Buffalo", al que asistió la plana mayor del rock asturiano y que fue de alguna manera un homenaje a Alejandro Espina, miembro del grupo hasta su fallecimiento hace poco más de un año. Y también por el final del concierto de los "Gipsy Kings", que -quizás porque yo tenía muy idealizada la rumba- sonaban un poco a fiesta de prau (pero igual eso está bien).

Los versos de Molly Burch seguían resonando: "Amor, ¿no dirás mi nombre? / ¿No estaría bien sentir lo mismo por una vez?".