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Barcelona y el pánico al avión

Cuando viajar a la Ciudad Condal en tren suponía pasar por Madrid y realizar un largo trayecto en los repletos vagones del coche-cama

Barcelona y el pánico al avión

Corría el año 1974. El director general del Banco de Asturias, José Hernández Galindo, acababa de nombrarme Jefe de Bolsa y Valores y para la puesta en marcha, junto tanto él como el entonces Interventor General, Jaime Latorre Coll, decidieron enviarme a Barcelona por espacio de un mes, con la posibilidad de que, al menos en ese tiempo, pudiese visitar a mi familia en Oviedo. Aquello fue un buena aventura, pero lo de venir a casa de vez en cuando no me seducía ¿Por qué? Muy sencillo, porque un servidor tenía pánico a los aviones y al fin y al cabo un mes pasa rápido.

Así que para ir a Barcelona hice un complejo trayecto de coche-cama Oviedo-Madrid y de Madrid a la ciudad condal, aquel día, era domingo, tuve que conformarme con ir en litera, compartida con no sé cuántas personas que roncaban y una mezcla de olores humanos que había que soportar estoicamente.

Tuve suerte de entablar conversación con un francés, fotógrafo, que había estado en México unos años y hablaba español y que, al igual que yo, había escogido la litera de abajo enfrente de la mía. Así que charlamos un buen rato hasta que nos entró el sueño y decidimos dormir. Iba exponer sus fotos en Barcelona y me dio la dirección de la sala por si quería visitarla.

En aquella incómoda litera logré dormirme hasta Zaragoza, momento por el que un mozo pasó cerca de mi ventanilla gritando: "Hay bocadillos de jamón". Aunque tenía hambre, tenía pocas ganas de levantarme. Seguí durmiendo. Hasta que se hizo de día y comenzó el trasiego de los viajeros camino del baño.

Lucía un precioso el amanecer hacia el Mediterráneo que se observaba muy bien desde el tren hasta la llegada a la ciudad. En la estación cogí un taxi que me llevó hasta el Hotel Calderón, mi residencia ya reservada para la estancia en la capital catalana. Después de adecentarme en la habitación me dirigí hasta Indacsa, una compañía de Banca Catalana, dedicada a la administración de valores en Bolsa.

Me encontré muy cómodo entre aquella gente que me recibió muy bien. En todo momento hablaron en castellano para que pudiese entender todo que precisaría aprender en mi futuro trabajo. Recuerdo el apellido del director de Indacsa, Suárez, siempre estaba pendiente de mí. Tenía una secretaria que un día me contó su anécdota particular, porque al ser su padre de Almería, no quería que su hija hablase catalán. Pero su madre, con la "sisa", pagaba una academia a su hija, porque sabía que el catalán sería determinante en su futuro trabajo. Me aconsejaron comer en un restaurante cercano, donde el camarero, igualmente amable, me orientaba sobre los platos. En el hotel también me encontraba muy a gusto. Enseguida entablé amistad con el maître y un fin de semana terminé comiendo con él y su familia.

En Barcelona vivía una prima carnal, que era maestra, con su marido, ingeniero industrial. Durante los fines de semana me llevaban de un lado para otro para que conociese Barcelona. Al final, ya empecé a bandearme sólo y un día hasta subí al Tibidabo en su funicular inclinado.

Cuando acabó mi periodo de prácticas se decidió mi regreso a Oviedo. Y aquello fue otro número, porque el tren de Barcelona-Madrid pasaba previamente por Valencia, cuyos tejados contemplé desde el tren. Así llegué a la Capital de España y vuelta a Oviedo desde la estación Príncipe Pío, en coche-cama, claro está.

Años más tarde, ya viviendo en Madrid, tuve que volver a Barcelona, pero en esas ocasiones fui y vine en avión. El pánico de antaño se había tornado en simple miedo. Fue otra experiencia menos traumática.

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