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Del Carbonero a Feijoo

Un trayecto en el recuerdo, del autobús a la Facultad de Filosofía y Letras, con la calle Mon como eje vertebrador y dominante

Del Carbonero a Feijoo

Cierto que el olvido es necesario por salud mental, pero hay recuerdos que se hacen imborrables porque van ligados a momentos vitales muy singulares. Los que forman parte del ala buena de nuestra memoria merecen ser retenidos y, ¿por qué no? Contados. Permiten ver con perspectiva los cambios, los nuestros y los de otros.

Mi juventud, como la de muchos, dio un giro radical ilusionante al "entrar en la Universidad", después de haber pasado la novedosa prueba anticipo de la selectividad, un coñazo" con improvisadas cuestiones. Había decido estudiar Historia (carrera culta de futuro dudoso), que por entonces se impartía en un edificio ligado a los orígenes de Oviedo. En la plaza Feijoo, en el corazón milenario de la capital. En dependencias conventuales de San Vicente, la hoy facultad de Psicología, albergaba la de Filosofía y Letras. Y en una de las "carreras" estábamos los de Historia, con tres años comunes de Geografía y Arte. En un primer momento, lo de la Geografía me ganó; el profesor Quirós Linares y su equipo marcaban mucho. Dábamos además tres cursos de Filosofía (Gustavo Bueno, imprescindible), Literatura (Roca padre, un personaje), Latín en primero, incluso se nos obligaba a ir al CAU para pasar una "maría" de gimnasia, cosa que nos restaba tiempo para las muchas actividades extra-académicas en las que nos veíamos inmersos. En las materias de historia, el equipo de prehistoria se veía reforzado por la vecindad del arqueológico; mesas de madera, piezas acumuladas en salas. Nada que ver con el de hoy, pero ¡cuánto se aprendía! En Historia Antigua estaban Julio Mangas y un filósofo que sabía mucho de todo, Santiago Escudero. Otros nombres pueblan los apuntes amarillentos que aún se resisten a morir: Ruano, Ruiz de la Peña, Lola Mateos, Emilio Casares, David Ruiz? Cada uno con vivencias pegadas a la piel.

Predominaban las huelgas, manifestaciones, asambleas y discursos incendiarios contra un régimen agonizante. Los grises custodiaban a menudo la plaza. Alguna vez don Gabino Díaz Merchán, el obispo, medió para alivio, en labor "pastoral" para todos, ¡grande! Feijoo de piedra, ilustrado él como ninguno desde su siglo XVIII, miraba pensativo las revueltas. Dentro el busto de Clarín, en la escalera, tenía el bigote amarillo, fumador pasivo pétreo. Porque se fumaba y mucho. En el piso de arriba compartían espacio bar y biblioteca, donde, llegado el último trimestre, cuando la primavera invitaba a salir, tocaba encerrarse a estudiar o arriesgarse a perder la beca. La vida académica interna de aquel caserón en aquellos años da para un relato completo. Porque los finales setenta sí fueron de cambio.

Venir de Langreo a Oviedo a diario formó parte de un ritual tomado al principio con entusiasmo. El Carbonero (nombre que le venía al pelo porque nos traía a los de la cuenca minera del Nalón, ahora Alcotán) había levantado su estación a principios de los 70 en la calle Padre Suárez. El trayecto por Entrepeñas y Tudela Veguín-San Esteban mareaba al más templado y descomponía la compostura de minifalda, maxiabrigo y botas con plataforma que tanto se cuidaba. Había apuntes a mano amontonados en carpetas decoradas con fotos del Che.

Repuesto el cuerpo tocaba bajar hasta llegar a la calle Oscura y subir por Mon. Había coches que te obligaban a estrujarte contra las paredes ruinosas. Oscura hacía honor a su nombre. Además tenía un ambiente poco recomendable para chicas "normales". No mejoraba mucho Mon, aunque había más luz por eso de la subida. Había más tiendas y variedad. Ultramarinos, tienda de ropa, de objetos religiosos, de anticuarios. Pero como nosotros no veníamos a comprar, lo que nos queda en el recuerdo son las tiendas donde hacerse con algo para un bocata, como la tienda de Sabiniano Clemente. Dando la vuelta a Mon, por Canóniga, en la Pongueta por la ventana adquiríamos fruta o algo improvisado. No faltaba, más allá, atravesando la Corrada del Obispo, la parada en el café de La División Azul, adornada la entrada con dos amenazadores obuses, centro de la ídem ovetense, donde se veían textos dispares: Fuerza Nueva (era lo suyo) y de "tapado" "El Mundo Obrero", como poco; con cierta vergüenza novelas de vaqueros, de las de Marcial Lafuente. Tal vez el límite de los "salones públicos" de solaz estudiantil para los de letras era El Cundo. En aquellos bares con nombre propio había intercambio de apuntes, repasos finales antes de los exámenes, nervios compartidos o redacción apurada de "chuletas" que tenían la bondad de hacerte estudiar para copiar.

Comete uno el error cuando mira al pasado de leer algo con el ánimo de revitalizar lo que la memoria oculta. Con riesgo de recordar más y dificultar la selección de lo que se quiere o debe decir. Pero cuánto nos ayuda la investigación de los que compilan historias locales como nuestra Carmen Ruiz-Tilve, la cronista, tan didáctica ella o su antecesor Fernández-Avello, o el esfuerzo de Del Cano. Como decía Unamuno, "con maderas de recuerdos armamos las esperanzas".

Retomamos el hilo. Finalizada la dura jornada estudiantil, algunos días tocaba fiesta, casi siempre a horario prudente, porque el último Carbonero imponía el cierre; la medianoche era prohibitiva. Solo a veces te permitían en casa quedarte con la buena amiga que estaba de pensión. Un extra. Entonces recorríamos Las Mestas de pinchos, juegos de cartas y futbolín (¡qué difícil es jugar al futbol en una caja!). A veces El Gato o Chicote. Algún día se hará (si no está hecha) la historia de los del occidente en la hostelería ovetense. Y después, más tarde, Bibá o el centro más culto de todos Tigre Juan, ocultos tras una cortina de humo entre blanco y amarillo de indescriptible olor. Poesía, canciones, debates?Y esto sin salir de la calle porque en los aledaños había más.

Años más tarde recuperé Mon como mi calle. Cierto que había cambiado mucho. Peatonalizada, más limpia (salvo en las madrugadas de los fines de semana y fiestas) y al lado plazas repintadas ganadas para disfrute. La Corrada del Obispo, Trasccorrales, el Paraguas y abajo, el Campillín tenían aspecto rejuvenecido, aunque se notaba el cansancio de los años. No todo es pintarse. Cierto que se ha ganado solo un ocio nocturno a veces incómodo. Desaparecidas muchas tiendas de las de antes, relegadas al pasado las putas, salvo algún residuo, proliferaban y siguen los locales de copas. Y el nuevo fenómeno del botellón. Se echa de menos la variedad. Y tal vez una ordenación del barrio que incentive su revitalización.

Quedaron para la posteridad de la calle dos establecimientos memorables que forman parte de la historia. Antigüedades Esperanza, Esperanzona, era un lugar, en la casa de los Mon, a donde llevar a gentes del arte, coleccionistas o curiosos, nunca defraudados con la experiencia de recorrer los atiborrados espacios de aquel inmueble ilustre bajo la atenta guía de Carlos García Valledor, al que el recordado Gracia Noriega comparara con un Clint Eastwood maduro. El otro de los dos que decíamos, la tienda de Arte Sacro La Victoria se desplazó al quedar ruinoso el edificio emblemático de la esquina de los Cuatro Cantones, entre San Antonio y Mon ¡Lástima! En sus escaparates, entre recuerdos para turistas, había piezas hasta de la feria de Vicenza (Italia). Se nos fue hasta la colchonería Aladino. Hace poco también cerró la galería de Lola Orato que, valiente ella, se había establecido abajo en Oscura.

¡Con más de tres décadas de buena música y tras la barra "hombres buenos" permanece el diario no escrito más amistoso. Lo que sucede allí, queda allí. Luis Salgado dirige la orquesta humana del Diario Roma. Hubo hace años otro enfrente con música buena, decoración cuidada y carteles de cine preciosos, con nombre de productora. Si se quiere comer en un barco tiene la calle otro clásico, La Mar del Medio. Más abajo, tertulia, té y más cosas, con salón en la calle, El Olivar concita algo más que amigos, proyectos culturales, con Amadeo Fernández de impulsor. Hay más. La calle Mon es la calle de la movida. Pero hay que verla de día. La Catedral y su torre son más bellas.

Y en tiempos dominados por híper y súper, centros comerciales con "de todo" para perder un día (¡cuánto nos gusta perder los días y mira que son escasos!), se agradece en Mon la tienda de Fina (Sabiniano, ya citado), un monumento a las tiendas de barrio de siempre, donde encontrar lo necesario y lo local. Por eso le llueven elogios y premios a ella y a su hermana, orgullosas herederas de una saga de tenderos. Como parece eterna no tenemos miedo que cierre. Como dice Fina "lo más importante es querer y que te quieran".

Mon, continuidad de Oscura, casi recta, cuesta arriba desde el Campillín, prolongada en Santa Ana hasta la Catedral con su torre que decía Clarin "no era una de esas torres cuya aguja se quiebra de sutil, más flacas que esbeltas, amaneradas, como señoritas cursis que aprietan demasiado el corsé; era maciza sin perder nada de su espiritual grandeza". Como a Vetusta la inquisitorial mirada del Magistral ve la calle que fue de los Ferreros y luego del ministro hacendista. Que Mon permanezca y prospere. En deseo de los de antes: ¡Si tiene que cambiar, qué cambie para bien!

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