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Visiones De Ciudad

De ayer hace ya mucho

En Oviedo, hubo dos demoliciones especialmente dolorosas: la estación del Vasco y la del campo de Buenavista para levantar uno de los artefactos más tóxicos e inarmónicos de la historia

El estadio Carlos Tartiere en Buenavista

A Manolo Gofer, que no lo va a leer

Tiene razón el genial articulista Juan José Millás cuando asegura que "no hay mayor peligro para un autor que la familiaridad excesiva con aquello sobre lo que desea escribir". Las visiones de ciudad que se prometen en esta sección dejan un cierto margen al que escribe para hablar de las ciudades que ha conocido a lo largo de su vida; para hablar de la ciudad, en abstracto, como espacio de construcción social; para recomponer los estratos históricos que la han ido constituyendo como tal; para hacer un canto de sus gestas y duelos; para imaginar lo que pudieron ser esos espacios y no fueron por cantidad de razones... Yo que sé.

Pero, al final, uno sabe que se le está pidiendo que hable de Oviedo, esa ciudad que nos habita a todos. Lo hizo muy bien mi amigo Paco García Pérez en la entrega anterior a ésta, cuando restauró -con el mimo propio de la infancia-, los lugares perdidos de su barrio: Pumarín, Pando, el grupo José Antonio, el Hospital Militar, rodeados de una enorme pradería que fue domesticada a la brava, porque el perímetro de Oviedo se había quedado corto para alojar a los nuevos ovetenses que poblaron los barrios: Vallobín, Teatinos, El Cristo, San Lázaro, Villafría, Fozaneldi, Ventanielles, Otero, toda una geografía que pasó del hórreo y la casería a las torres y colmenas en un decir Jesús.

Así que como Oviedo es la ciudad que mejor conozco no tengo más remedio que hablar de ella; pero ¿de qué Oviedo quiero hablar?, ¿del de la infancia?, ¿del actual? El primero me produce un sentimiento de nostalgia, el segundo de melancolía. Así que la cosa se pone cruda. Yo prefiero hablar con nostalgia, antes que con melancolía, porque la melancolía es paralizante, inactiva, estéril, y hace al que la padece no encontrar "gusto ni diversión en cosa alguna". La nostalgia, en cambio, es "la tristeza originada por el recuerdo de una dicha perdida y añorada"; la nostalgia es también "la pena de verse ausente de la patria o de los deudos o amigos", según reza la segunda acepción del diccionario. El recuerdo "de una dicha perdida", la "pena de verse ausente de la patria...", y como la patria es la infancia (por encima de las naciones, las banderas y los himnos), la nostalgia se convierte en la pena de ver que esa infancia, esa felicidad casi integral, ha desaparecido para siempre; la pena de sentir la ausencia de tantos amigos y deudos que quedaron por el camino.

Pero no sólo han desaparecido tantos amigos y deudos, han desaparecido un sinfín de visiones materiales: a partir de los años sesenta y setenta, casas y edificios llenos de recuerdos, testigos de vicisitudes locales: los últimos soportales de la antigua plaza de la catedral, el inmueble de Toreno desde donde Aranda declaró el estado de guerra, y otras muchas edificaciones con historia; de palacios y palacetes (la lista es tan larga que lo dejo) que en cualquier país centroeuropeo se habrían conservado, como sustratos de un proceso urbanístico respetuoso con la historia de la ciudad; de monasterios e iglesias (el de Santa Clara, el de San Francisco, el de Santa María de la Vega, la de las Carmelitas Descalzas en Muñoz Degraín...); de tiendas y comercios; de plazas y mercados (la ajardinada de Porlier; la tan provinciana de Santullano, con su entorno de pequeñas tiendas, almacenes, chigres y sidrerías), el mercado eiffeliano derruido para construir Correos y la Jirafa; de cafés, cines y librerías (pilares de sociabilidad y cultura, la última -Ojanguren- todavía caliente en el reloj); las escuelas públicas de la calle Quintana..., o sea, lo que el hombre y la historia fueron construyendo a lo largo del tiempo pasaron a peor muerte, en el terrible y contradictorio siglo XX, en aras del progreso, proposición absurda si las hay, cuando lo que demanda el progreso es la conservación de determinados signos representativos del pasado.

Pero de todas estas demoliciones, hay dos que a mí me resultaron especialmente dolorosas: la de la estación del Vasco, que permaneció frente a mis ojos durante los primeros veinticinco años de mi vida, y la destrucción del viejo campo de Buenavista, para levantar en su perímetro uno de los artefactos constructivos más tóxicos e inarmónicos de la historia urbana de la ciudad. Del primero poco hay que decir, porque incluso el alcalde que lo perpetró admitió su grave error tiempos más tarde, pero claro... Del segundo, sin embargo, no se derivó arrepentimiento alguno, salvo los funcionarios que estando de acuerdo con el gigantesco chisme, tuvieron la desgracia de tener que trabajar luego en él. Espero que se me crea cuando digo que todos los amigos que han venido de visita a Oviedo, ante el descomunal cangrejo que se ofrece a su contemplación, se echan las manos a la cabeza y musitan un "dios mío", que expresa más su buena educación que otra cosa.

Todas las casas conservables que cayeron, víctimas del atolondramiento y la falta de criterio urbanístico, escondían historias de Oviedo, historias familiares de derrotas, de triunfos y alegrías, de turbios y oscuros asuntos económicos y sociales, de litigios de herencias, de amores y pasiones privados, incluso de malos tratos disimulados por la hipocresía de la época..., hasta el punto que hoy es ya prácticamente imposible ir por una calle del centro urbano que no hay renovado parcial o enteramente sus viejos edificios. Por eso, recordamos el encanto de aquellas construcciones de usos múltiples que se pudieron haber rehabilitado, conservando la fisonomía exterior que les era propia. Por eso, los recuerdos de la infancia son un ejercicio más costoso, más elaborado, al tener que recomponer tantas piezas visualmente desaparecidas hoy de la memoria.

Así que a mí esta ciudad querida me produce un sentimiento ambiguo de nostalgia. Pienso en lo que pudo ser, en lo que podía ser ahora mismo, y veo la que acabó siendo, todavía de buen ver, desde luego, pero con retoques en la cara que sólo su familia reconoce. La catedral, en medio del recinto amurallado, tiene una imagen tan poderosa, que tira del entorno hacia un ideal de belleza que neutraliza a sus contrarios y recuerda a los ovetenses que hay cosas que no cambian, que hay latidos que siguen escuchándose en medio de todos los errores, en medio del ruido y la zozobra.

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