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Visiones De Ciudad

Oviedo a saltos cuánticos

La perspectiva del sitio donde uno nació y se crió modificada hacia la nostalgia o el extrañamiento por el exilio de más de quince años en Madrid

Fachada del edificio de los viejos Alsas. IRMA COLLÍN

El primero de octubre de 2001, en los albores del siglo, bajé a la sórdida estación de los Alsas, que entonces estaba en los bajos del edificio de La Colmena, y cogí un autobús a Madrid. Llevaba solo una mochila morada con muy pocas cosas (ahora me da miedo mudarme, del volumen de posesiones acumuladas) y la chica que se sentó al lado iba llorando. La cosa pintaba muy mal.

Sin embargo, llevo pasándomelo canica más de quince años en Madrid. Y, sin embargo, me gusta mantener una vinculación fuerte con Oviedo, cosa que, por cuestiones de carácter, no hacen todos los expatriados. Regreso a cada pocos meses a la heroica ciudad como miembro de ese exilio juvenil que entonces Tini Areces, calificó como una "leyenda urbana" pero que era (y es) tan dura y tan real como el Escorialín.

Me gusta volver a Oviedo a ver a mamá y a los pocos amigos que me quedan aquí: la mayoría de mi quinta vive en Madrid, muchos en mí mismo barrio, Lavapiés. Enfrente de mi castizo balcón está Casa Asturias, la sidrería más famosa de la capital, así que cuando salgo en calzoncillos a estirar la musculatura, tengo ahí enfrente a Asturias, siempre presente. Eso sí, la botella de sidra cuesta unos cuatro euros: es cuando experimento eso que los franceses llaman el dépaysement.

Mi visión de Oviedo es, por tanto, sincopada, observo la ciudad a ratos dispersos, como quien ve una película dándole a cada rato el botón de fast forward. Los cambios que se van produciendo en las calles y en las personas no lo hacen de manera suave y progresiva, sino a trompicones, al modo discontinuo de la física cuántica. Los comercios aparecen y desaparecen, los niños crecen centímetros de golpe, las canas y las arrugas en los rostros de los amigos aparecen de la nada y por sorpresa. Todo esto lo noté sobre todo al comienzo de esta crisis que iba a refundar el capitalismo y ha acabado por normalizar la precariedad: cada vez que volvía a la Oviedo había más comercios cerrados y hacía peor tiempo (o al menos eso me parecía a mí).

Ahora lo que noto en la ciudad y lo que me van contando (también de forma racheada), es cierta alegría cultural, algo de optimismo y proactividad, gente que hace cosas y que ya no mira a Gijón con envidia cuando se trata de agitar la escena y ponerse manos a la obra más allá de premios, óperas y zarzuelas. Escribí un artículo sobre eso.

Otra particularidad de volver a la ciudad sin vivir en ella es esa extraña situación de estar en un sitio muy a menudo pero sin llegar a vivirlo realmente, ser medio local y medio extranjero, enterarse, sí, de las grandes líneas históricas de lo que va ocurriendo, pero perderse las microhistorias, los hechos más pequeños, los sentimientos más íntimos, algún gesto fugaz que se apaga para siempre.

Para los que vivimos fuera regresar a la ciudad natal es también como visitar un parque temático de la historia de uno mismo: como la memoria suele ir asociada a los lugares, un paseo al atardecer por la geografía ovetense es un paseo por lo que hice aquí desde los cero a los 21 años, o incluso en visitas posteriores, que también tuvieron telita. En cada esquina hay una anécdota, una cosa que aún duele, una imagen que uno creía haber olvidado y rebrota de repente. Para los nostálgicos, como un servidor, la experiencia puede ser espinosa. Me estremece particularmente la piedra y la luz amarillenta del Antiguo, donde tan minuciosamente invertí las noches de mi juventud, o visitar el local de La Calleja La Ciega, ahora Manglar, en la que pasé miles de horas a uno y otro lado de la barra, construyendo mi biografía mano a mano con un montón de gente entrañable en lo que entonces era el Cheer's carbayón.

De unos años a esta parte vengo a Oviedo con Liliana Peligro, y entonces la ciudad toma una perspectiva todavía más compleja: mostrarle la ciudad a una extranjera, siendo tú también medio extranjero. Entre los dos formamos un foráneo y medio. Cuando enseñas tu ciudad a alguien siempre te pones en el lugar de ese alguien y la ves desde fuera, encontrando asombro en lo que ya era cotidiano. Así yo encuentro ya el doble asombro, el doble hallazgo, el mortal con tirabuzón, de ver la ciudad desde una doble periferia: mi perspectiva de exiliado y la visitante de Liliana. Al final, lo que hago es relatarle las aventurillas que aquí se vivían hace unos años y mostrarle la gastronomía, el paisanaje y la noche local. A Liliana lo que más le gusta es ir a comer el "pinchín" a media mañana, al Campa, a la Corte o al Darling, en Salesas.

Lo de la gastronomía y la noche es importante, porque cuando uno viene de visita no tiene muchas más cosas que hacer que darse a la satisfacción de las más bajas pasiones. La calidad gastronómica de una ciudad no se mide en sus grandes restaurantes, que en todas partes hay, sino en sus menús del día. En Madrid, por ejemplo, dejan mucho que desear. En Asturias en cualquier bingo, bar o cafetería hay un menú del día abundante y decente, por eso se puede decir que en Asturias realmente se come bien, no porque haya estrellas Michelín o sidrerías estrella.

De noche salimos por los sitios por los que salía yo hace tres lustros y es raro ver que ya no conoces a todo el mundo y que hay unas insolentes y lozanas nuevas generaciones que uno no reconoce y a las que a uno le uno apetece echar a escobazos de los escenarios de su infancia. La auténtica burbuja del tiempo es el Diario Roma, punto de unión de varias generaciones de rockeros, que permanece inalterable y siempre da gusto visitar. Donde siempre acabamos es en el Xalabam, bar favorito de Liliana, sitio canalla con la mejor música y un agradable futbolín, que conoció épocas más transitadas pero que no por ello nos resistimos a dejar de visitar como quien se resiste a que dé un paso más el segundero. Ah, Liliana también dice que hay muchas zapaterías, pero esto es algo en lo que yo, ni antes ni ahora, había reparado. Se trata de un Oviedo paralelo que, a mí ya provecta edad, aún no he descubierto.

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