Hacia la mitad de la calle de Uría, lugar en la que ésta se bifurca en dos cruces, allí estaba su figura, tal vez emblema de la cruz de la vida y la cruz que el marbete te coloca. Moreno natural, el de su etnia, de ojos negros, azabache, que repelían el bucear innecesario en ellos, porque su característica voz te narraba la vistilla. Respetuoso expresaba su necesidad, sin martillar, convincente... convencida... en un tono cómplice y familiar. Sus ausencias, en ocasiones largas, siempre estaban presentes. Pasado un tiempo, lo observé en el rincón de siempre, pero sentado, más menguado de lo habitual, más chico aún... extenuado. Quise deslizar la mano en el bolso y no mirar más la mirada; los pies obedecieron a la mente: hoy no, tal vez mañana; a pesar del espeso poso que ennegreció mi alma. ¡Manos omisivas, fariseas, manos nada! Llega tarde ese tal vez y también la contrición cobarde; la moneda innecesaria del que busca algo más, una palabra. Sentir lo siento, suena arrogante. Pasar rápidas las hojas del almanaque, hacia atrás y a hurtadillas, a aquel instante, situarme a su altura y dejar que mis humanas manos las suyas rocen, maltrechas y heridas...