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Julián Cañedo y la escultura

Retrato personal de un torero genial y de sus relaciones con el mundo del arte

Julián Cañedo y Juan Belmonte, después de un festival benéfico en la plaza de toros de Oviedo.

Estuve diez años fuera de Oviedo y cuando regresaba visitaba a mis familiares, circunstancia que me hacía mucha ilusión. Siempre iba a casa de César Cañedo González-Longoria, conde de Agüera, un aristócrata que se escondía detrás de su título, persona amena a la que le gustaba la conversación y era muy entretenido, sereno y equilibrado. En cierta ocasión, coincidí con su hermano Julián, que me causó una profunda impresión por su gran atractivo y simpatía. Se licenció en Derecho en la Universidad de Oviedo y su habla era del flamenco cañí más puro. Pensé que no hay andaluz más puro que este asturiano nato y neto. Por su gran interés y simpatía, pudo casarse con una princesa. Y se casó, y fue feliz, con una noble gitana. Julián Cañedo fue un aficionado genial. El aficionado más puro, que incluye la vocación y la perfección, y excluye la profesión. En el arte taurino por la maestría, la perfección y la gracia de su estilo, fue elogiado por los toreros más famosos y los críticos más exigentes. Aficionado a la escultura, tenía tales dotes para este arte que lo estimuló a cultivarlo nada menos que aquel malogrado Julio Antonio. También demostró Julián Cañedo actitudes literarias y un buen gusto en sus escasos escritos, pero, caso insólito, no quiso ser torero, ni artista, ni escritor, quiso ser nada menos que Julián Cañedo. Me parece que es el hombre que llega a la meta y renuncia a la gloria. Manifestaba Julián en aquella interesante conversación: "Los buenos escultores son legión, grandes escultores hay bastantes. Los que no abundan son los escultores excepcionales, los verdaderos artistas que aportan algo diferente al interpretar obras escultóricas de carácter universal". Y este es el caso de Julio Antonio, que tiene ese punto de originalidad que los caracteriza. "Además, Julio Antonio incluyó a Cañedo en sus "Bustos de Raza". A muchos le parecía natural que se hubiese muerto joven, porque llevaba una vida que malgastó en una bohemia disparatada.

Prosiguió Julián Cañedo hablando del eximio escultor, que había nacido en Mora de Ebro (Tarragona). Era soltero y me decía que el amor es enemigo del arte. Desde muy niño tuvo una gran afición al dibujo. "Mi familia, haciendo un verdadero esfuerzo, porque no somos ricos, me envió a Madrid antes de cumplir los veinte años, fui unos meses a Italia y aquel viaje fue una verdadera revelación", dice el escultor. Cuando regresó, fue a Almadén, sirviéndole de modelos los mineros, porque en su pensamiento estaba hacer los bustos de la raza y buscar los tipos de los pueblos. Después, recorrió a pie gran parte de Castilla y pasó unos meses en Ávila. A esta época corresponde esa serie de obras geniales que van de "El Cabrero de tierras de Zamora", busto que por su puro clasicismo parece desenterrado de entre las ruinas gloriosas de la Acrópolis, hasta "El hombre de La Mancha", con el que Julio Antonio inicia la expresión artística de su magnífico realismo. A veces, exclamaba Julio Antonio: "Es maravilloso" y decía que deseaba hacerme partícipe de mis pensamientos. "Digo que es maravillosa, admirable, la integridad espiritual con que tu defiendes tu credo artístico, desafiando penurias económicas, manteniendo puro tu ideal, sin hacer ninguna concesión a los gustos vulgares del público y sin importarte la indiferencia de lo que ha dado en llamarse arte o crítica oficial". También le refirió a su hermano César su obra "El adolescente muerto", realizado por encargo de una aristocrática familia, como monumento funerario para un doncel muerto en la guerra de Marruecos. La crítica, comentaba Julián, le hizo los más encendidos elogios, eran a la par la gloria y el reconocimiento triunfal de su genio y la riqueza. Pero todo llegó tarde, Julio Antonio estaba herido de muerte. La peste blanca, la tuberculosis y se cebó rápidamente en él.

Cañedo alternó con Belmonte y Joselito, y quien lo vio decían que lo verdaderamente extraordinario y asombroso fue la manera de matar de un matador estupendo, de los que matan con la mano izquierda, o sea, con la muleta.

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