El Fontán aún es el mercado de Corín. Y de Estefanía. En los puestos del rastro de los domingos se encuentran a euro (166 pesetas) lo que fueron las novelas de a duro (cinco pesetas, 3 céntimos de euro), los bolsilibros de rosa y plomo, de amor carnal y Salvaje Oeste, de Bruguera y de Rollán, que escribieron la asturiana Corín Tellado y el toledano Marcial Lafuente Estefanía, entre otros. Desde 1967 hasta las obras de derribo de 1996, desde las novelitas Pueyo hasta "Jazmín" y Barbara Cartland esas novelas se cambiaban de lunes a sábados en el puesto de Estrella, situado en el arco de la calle del Fontán, frente a la entrada escalonada del mercado, que conduce a la plaza interior.

Estrella, menuda y amable, llegó a Oviedo siendo adolescente. Curada en los fríos de Salamanca, soportaba las mañanas de invierno al aire y en corriente. Empezó su negocio a los 27 años, de soltera, con una pequeña inversión en novelas viejas que sumó a un montón que encontró en la basura. En el primer cambio de una novela por otra obtuvo un beneficio de dos reales (50 céntimos de peseta, 0,0030 euros). Las nuevas, con su portada brillante y sin deslomar, valían más que las abarquilladas por el uso. Entonces los tebeos cambiaban muy bien.

También había negocio en las fotonovelas, un formato (hoy desaparecido) que coronó a Corín en los años sesenta y tembló su trono con las versiones de las radionovelas de Sautier Casaseca y Delia Fiallo, culebrones radiados como "Simplemente María" o "Lucecita". Las fotonovelas desaparecieron en los ochenta cuando la sobremesa de la televisión emitió la reaganiana "Falcon Crest".

A finales de los años ochenta acarreaba ocho cajas de cartón en dos viajes de carrito desde su casa en la plaza del Paraguas y ganaba "para el gastín del día". Tenía unos trescientos clientes fijos, hombres, mujeres, chavalas y un claro ranking de la literatura popular. Lo que menos se movía era la ciencia ficción. El policiaco iba ganando espacio al Oeste. Ella no leía nada. Desmontaba el puesto a las cinco y media y se iba a fregar dos carnicerías de la plaza (entonces plaza de la Carne) con las que completaba unos ingresos muy justos.

Estrella se casó con Ramonín, el hijo de una vendedora de pan y pasteles de la calle Rosal que siempre trabajó para llevar a su hijo como un almirante. Por su suegra añadió los milhojas de merengue a las mil hojas de lectura. Los pasteles estaban dentro de un mostrador de cristal.

-¿Cuál quieres, vida?

-Ese -señaló el niño.

-¡Qué listo, el que no tiene avispa!

En los ochenta Sanidad le prohibió vender los pasteles junto a los papeles y se arregló cambiando o vendiendo tebeos de superhéroes, alguna revista atrasada y cupones de la rifa benéfica, todo ello cogido con pinzas y expuesto en una pared gris de humedad y de años, deslucida por desconchones.

Ramonín nunca trabajó ni le dio buena vida, pero sí tres hijos, dos varones y una chica. Los varones murieron. La chica fue buena y formal y la cuidó cuando le descubrieron un cáncer de huesos que le dio mala muerte y mucho dolor. No conoció el Fontán reconstruido.