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Campanas de Navidad

De la Catedral salía, a primera hora, un sonido de bronce que invadía la ciudad

Sala de campanas de la torre gótica de la Catedral. Nacho Orejas

Nací y crecí en una pequeña y pulcra capital de provincia que descansaba a los pies de un monte donde había un sanatorio antituberculoso, una iglesia prerrománica y un monumento al Sagrado Corazón de Jesús. Aquella ciudad, Oviedo, estaba en la falda del Naranco y resbalaba a lo largo de la calle de Uría desde la estación del Ferrocarril del Norte hasta la Santa Iglesia Catedral basílica del Salvador pasando por delante del café Peñalba al bordear el Campo de San Francisco. Era un frondoso bosque de recreo donde había una fuente coronada por un caracol de piedra un pabellón bombé y un quiosco de música; dos osos en cautiverio y seis cervatillos en libertad.

Esa ciudad también guardaba en lo íntimo de sus recuerdos el haber sido el lugar donde vivió la Regenta.

Allí, en una vieja casa de piedra arenisca, enfrente del palacio de los Quirós, con balcones saledizos, portal enlosado, escaleras de pino, barandilla de hierro forjado y pasamanos de madera barnizada, nací yo. Era una casa como casi todas las casas de la calle de los Pozos, con portera para vigilar la entrada, fregar las escaleras y sacar brillo a los dorados de las puertas. La casa tenía también un gato callejero que vivía en el tejado, carbonera en el sótano, felpudo en los descansillos y macetas de geranios en el alféizar de las ventanas? Pero esa casa ya no existe, la piqueta del progreso la ha derruido.

Desde mi habitación, que daba a la calle, se oían al amanecer los ruidos de la ciudad despertándose con el traqueteo de los cascos de la mula que arrastraba el carro de la basura, la armónica del afilador que se instalaba por la mañana en la esquina de la calle gritando "¡Se afilan navajas, cuchillos y tijeras!", el chuzo del sereno al dar las horas, los golpes del picaporte de la entrada que nos sorprendía a todos al levantarnos, y la voz de mi madre diciendo:

"¡Abra, Manuela, es la lechera!..."

Después comenzaban las voces de los empleados en la tienda de ultramarinos de la plaza de Riego subiendo los cierres metálicos, encendiendo las luces de los escaparates y ordenando las mercancías? Y el timbre violento del tranvía de la línea 1 cuando pasaba por la calle de Fruela camino de la Plaza del Ayuntamiento arrastrando la "jardinera" desde Lugones.

Pero sobre todos estos ruidos de una vida que se renovaba cada mañana sobresalía el tañido de las campanas de la Catedral anunciando la primera misa. Era un sonido de bronce que se esparcía por las plazas dejando un eco en los rincones con su voz metálica y sonora cuando salían apresuradas las señoras con mantilla y breviario para asistir al oficio y cuando se saludaban ceremoniosamente unas a otras al cruzarse en la acera porque se conocían de verse en Camilo de Blas comprando media docena de carbayones para el postre, o en el Campoamor viendo las comedias de don Jacinto Benavente.

La ciudad despertaba entonces de su sueño, comenzaban a regarse las calles, a oírse las bocinas y a verse gentes que iban a la oficina mientras las campanas seguían al pique lento que anunciaba la misa.

Nunca supe por qué me dejé cautivar por aquellas campanas de la Catedral, ni por qué aprendí a descifrar su mensaje. Hablaban entonces para mí en un idioma viejo, pausado y metálico que se contaba por siglos, diciéndome que iba a comenzar el Santo Sacrificio de la Misa, doblando con tristeza por la muerte de un hermano en la Fe, anunciando la visita del Ángel a María o repicando alegremente el día de la resurrección del Señor. Era un sonido que cubría las casas apagando los ruidos de la calle.

Cuando ya cumplía nueve años me llevaron a aprender dibujo artístico en la Escuela de Artes y Oficios de la calle del Rosal. Mi profesor era don Víctor Hevia, conservador de la Cámara Santa de la Catedral y amigo de mi madre. Don Víctor me dejaba ir a verlo a la Cámara, y allí conocí al campanero, que se llamaba Francisco Cartón, pero que todo el mundo lo llamaba Pachu. Era un hombre fornido, casado y con dos hijas, que vivía en una casa pegada a la catedral, en el Tránsito de Santa Bárbara, detrás de la Iglesia de San Tirso el Real. Había entrado de niño a aprender el oficio con el campanero titular, que se llamaba Claudio Frutos, y allí se había quedado para toda la vida durmiendo algunas veces en el mismo campanario cuando había que hacer toques durante la noche.

El día que estaba de buen humor, el señor Cartón me dejaba acompañarle a la aguja gótica de la Catedral hasta el campanario. Cuando subía por unas interminables escaleras de caracol me asomaba siempre a un mirador desde donde se contemplaba la ciudad con calles estrechas, con tejados ennegrecidos por el musgo, con el humo gris de las chimeneas revoloteando hacia el cielo y las luces de las habitaciones ya encendidas dando una gran sensación de hogar, de tranquilidad y de sosiego.

Desde aquel mirador se veían los anuncios luminosos de las tiendas que comenzaban a encenderse. La plaza de la Escandalera con el quiosco de periódicos de Gene, el de los bocadillos de salchichón que costaban tres "perrinas" los pequeños y un real los grandes, el de Alfredo el limpiabotas que llevaba la cuenta de los días del año que no había llovido, la maquina de hacer fotografías "al minuto" de Josefa la Torera con su caballo de cartón en el Paseo de los Álamos, y el orgulloso pavo real con su corte de pavas en el Campo.

Allí, dentro de la torre, en el cuarto de campanas, estaban la Wamba, la Santa Bárbara, el Esquilón y la Santa Cruz, todas ellas silenciosas y quietas, patinadas por el tiempo y por los vientos, con sus cuerdas de volteo y de badajo esperando llamar a los fieles a la oración al trabajo y al sosiego con su lenguaje.

Quizás el haber visto y oído las campanas desde niño me hizo buscar otras campanas por el mundo cuando fui mayor, y también buscar historias en las que las campanas fueran protagonistas de esas historias.

Cuando ya tuve 12 años me dejaron leer "Los Miserables" de Víctor Hugo, y conocí a Cuasimodo, a la gitana Esmeralda y a la frustración trágica del amor del campanero jorobado de Notre Dame.

Más tarde, pasada la guerra civil, leí la novela de Hemingway "Por quién doblan las campanas" con la historia y la muerte de Jordán, un joven soldado de las brigadas internacionales, pero no me gustó porque los brigadistas habían cogido prisioneros a dos compañeros míos en la batalla de Brunete y los habían fusilado.

Otra campana de la que tengo un bello recuerdo es la de la capilla de San Roque en Candás, que era entonces un pequeño pueblo marinero donde se veneraba el Santo al que lame sus llagas un perro. Quizás recuerde esa campana y su volteo porque el día de la romería era verano, porque llevaba alpargatas blancas, porque tenía diecinueve años y porque estaba acompañado por una chica rubia de ojos claros. Pero por la razón que fuera, su sonido está guardado en una esquina de mi memoria junto con el olor a ocle de la playa, el sabor a los "oricios" del bar del "Cubano" y la dulzura que tienen, cuando se tienen cerca, unos labios de mujer cuando esa mujer tiene dieciséis años, cuando te los ofrece dulcemente, cuando es agosto y cuando hay un rumor lento de olas en la playa.

En un quicio de los soportales del Fontán había en mi infancia un ciego que tocaba el violín y pedía limosna. Era un hombre mayor que se sentaba en una pequeña silla con asiento de paja acompañado por un perro de lanas blanco que le servía de lazarillo. El mendigo tocaba muchas veces "La Violetera" y las gentes que pasaban se paraban a escucharle. Yo había oído esa canción en una película de Charlot que se titulaba "Luces de la Ciudad" y me había emocionado con la historia del vagabundo que consigue dinero para devolver la vista a una joven vendedora de flores sin pedirle nada a cambio. A mi, la música de fondo de "La Violetera" me hacía evocar la dolorosa historia de aquel hombrecillo de buen corazón y traje raído que dormía con su bombín al pie de una estatua y caminaba con su bastón de caña bajo las luces de la ciudad; y alguna vez le pedía al ciego de los soportales que la tocara para mí?

Hace mucho tiempo que el mendigo que tocaba "La Violetera", y el campanero que volteaba las campanas de la Catedral se han muerto sin saber que un niño que les escuchaba silencioso hace noventa años, aún los recuerda? Ese niño era yo.

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