El desfile de Reyes comenzó ayer mucho antes que la cabalgata para los niños como Mateo Muñoz. Una hora antes de que Melchor Gaspar y Baltasar se subiesen en las carrozas para repartir ilusión por las calles de Oviedo, los nervios ya recorrían de arriba a abajo el estómago del pequeño de seis años, que no paraba quieto, invadido por la impaciencia. Mateo temblaba como un flan por ver a los Reyes, pero a su vez estaba metido en un buen lío: aún no había entregado la carta con su lista de regalos a escasas horas de que sus majestades comenzasen el reparto. Tenía que darle el listado a Aliatar fuese como fuese para que el Príncipe se lo entregase a los Reyes, pero el recorrido de la cabalgata, por primera vez en la historia, estaba completamente vallado y los pequeños no tenían acceso a la comitiva en ninguno de los puntos del trayecto. Las estrictas medidas de seguridad derivadas del estado de alerta por ataques terroristas convirtieron la cabalgata en un desfile completamente blindado por barreras, pivotes de hormigón y policías.

Pero la ilusión no entiende de restricciones y Mateo acabó consiguiendo lo que se proponía. Gritó y gritó desde una de las aceras de la calle Uría hasta que uno de los pajes que acompañaba a Aliatar se acercó a él para recoger la carta y llevársela al emisario de barba blanca. "¡Toma! al final me van a traer el balón, los muñecos y el circuito de coches que pedí", celebraba el pequeño abrazado a su madre tras lograr la proeza. Eso fue poco después de las seis y media de la tarde, la hora en la que la cabalgata partió de la Escuela de Minas. Aliatar iba de los primeros y eso le permitió a Mateo disfrutar con más tranquilidad del resto del desfile, en el que tomaron parte más de 1.500 personas. Tras las vallas había muchos más corazones repletos de inocencia y pasión. "Mira papá, ahí viene Melchor. Ahí viene, ahí viene...", repetía con una sonrisa de oreja a oreja Marina Pañeda, una niña de cinco años que esperaba por los Reyes frente a la Escandalera.

Marina vio pasar a Melchor acompañado del emir de Damasco, del califa de Basora o de los Príncipes de Rajastán. El Rey llebaba una túnica azul e iba en una carroza tirada por caballos blancos, de un color plateado que relucía a distancia. A su lado sus ayudantes cumplían con las recomendaciones del Ayuntamiento y entregaban en mano los caramelos a los niños. Nada de arrojar los dulces para evitar sustos. "Dame un buen puñado que teneis muchos y hasta el año que viene no volvéis", le decía José Manuel López, un pequeño de siete años del barrio de Teatinos.

Después pasaron los jinetes de Katar, la embajada de Omán, el mandarín de Kambaluk o los diáconos de Babilonia, que le abrían paso al Rey Gaspar. En ese momento Tomás Gutiérrez levantaba a su hija Nerea en brazos por encima del gentío como si la vida le fuese en ello. "Es el que más le gusta. Casi todos los niños prefieren al Rey negro, a Baltasar, pero a ella siempre le gustó Gaspar porque tiene un tío que se llama igual", explicaba ya más relajado el hombre tras el paso del monarca. El último en aparecer fue precisamente el Rey negro, Baltasar. Llebaba una túnica amarilla y un turbante de considerables dimensiones que pretendía emular al de Solimán el Magnífico, el sultán con el que el imperio otomano alcanzó su máximo esplendor.